6/11/12

Alemania del Excel

En las películas que echaban los sábados cuando yo era pequeño los indios morían a cascoporro. Los americanos los mataban mucho, como con prisa y en general, porque cuando estás construyendo una nación no puedes dejarte llevar por el amor al detalle.

Ahora los indios somos nosotros: irlandeses, griegos, portugueses, italianos, españoles. Y Alemania debe de estar construyendo Europa, o algo, porque el nuevo hombre blanco, que es una señora con una sola chaqueta del Burda que cambia de color cuando varía la prima de riesgo, nos está quitando de en medio con el mismo estilo inconfundible de las pelis del Oeste. Y eso que se crió en el Este.

Yo ya no era pequeño ni mucho menos cuando un viernes de 1989 vimos a muchos alemanes haciendo mixtos el muro de Berlín. Aquello fue más emocionante que las películas de indios. En un pispás se acabó la Guerra Fría, las fichas de la Stasi volaron como confeti y muchos brindamos por la libertad, la democracia y otras cosas buenas de la vida.

Pero nadie nos dijo que lo que estábamos presenciando era el parto de una criatura llamada Alemania del Excel. Porque en aquel momento histórico también había gente brindando por el libre mercado, que no es lo mismo que la libertad. Esa gente no veía volar confeti, sino billetes. A lo mejor lloraba de alegría, pero no de la misma alegría. Y era gente que decidía cosas. Cosas gordas.

Para haberlo sabido.

No nos paramos a pensar entonces que cuando la economía suplanta a la política el verbo liberar cambia de sentido. O de bando, que viene a ser lo mismo.

Y nada: Alemania hizo un pufo, lo metió debajo de una alfombra de la que no se habla —porque queda feo hablar de eso con lo ordenada, lo productiva y lo aseada que es Alemania— y fabricó un montón de dinero que sus bancos le prestaron a lo tonto a los bancos y cajas de naciones indias como la española, que se lo prestaron de forma irresponsable a personas de muchas clases —ingenuos, ignorantes, jugadores, codiciosos, ladrones— que querían hacer o tener casas.

Luego todo se fue a la mierda, menos las deudas. Y ahora Alemania quiere recuperar el dinero de sus bancos aunque para ello tenga que vender a nuestros hijos al peso en eBay.

Es una cuestión contable. Nada personal. Las hojas de cálculo son más prácticas que las constituciones. Las escrituras, más seguras que los votos. Y las cifras, más manejables que la verdad.

Esto ya no es un país soberano; es un teatro de operaciones. Y aunque Alemania del Excel no inició las hostilidades, la mujer de la chaqueta que cambia de color cuando varía la prima de riesgo ya tiene casi todo el sur bajo su horrible zapato de medio tacón. Lo malo es que cada bala alemana vale por 166,386 balas de las nuestras.

Así las cosas, la independencia de Cataluña me parece como empapelar la casa días antes del desahucio: una tontuna estupenda que no haría daño a nadie. Pero esto es una guerra. Y para no perderla del todo no basta con independizarse de los Borbones, los Rajoys y los Rubalcabas. Hay que independizarse de los Mas y los Urkullus. Y de todo el que no le plante cara al hombre blanco y al rapto de Europa por Alemania del Excel.

Porque, como en las viejas películas, hay indios traidores que sirven de exploradores en la caballería. A veces les hemos votado; otras no, porque ya ni eso. Se ve que lo importante es que hablen a la perfección la lengua neoliberal, que sepan cumplir órdenes y que dominen el arte de rastrear bienes públicos susceptibles de saqueo.

Todos tenemos el enemigo en casa. Y es el mismo enemigo. Así que, para hecho diferencial, el islandés. Porque la independencia bien entendida empieza por uno mismo.

Claro que no me hago ilusiones. Se tarda más en aprender a votar que en derribar un muro.

Si naciste para Freddy, del cielo te caen los Krueger. Y siempre tienen cuchillas en las manos.

4/10/12

Terra Mística

No creo que a la Generación del 98 le gustara Castilla solo por las yemas. También estaba lo del alma erguida entre el oro recto del trigo infinito y el curvo azul de un cielo prístino de altura inabarcable.

Y la paletilla.

Yo, quizá por pereza, quizá por krausismo, soy más de cordero que de encuentros a solas con el dios de Moisés entre carrascas, pero reconozco que el alma inmortal y sus placeres tienen su encanto. Y como, por avatares que no vienen al caso, me hallo en la tesitura de meditar sobre cosas trascendentes, he pensado en Ávila.

Con sus murallas duras y sus blandos dulces, con sus bandadas de monjas y su cosa recogida, Ávila me ha inspirado una visión. Una visión empresarial.

Ahora que Madrid podría tener su Eurovegas, Tarragona su Barcelona World y Valencia su Parque Ferrari, ¿por qué no explotar todo el potencial lúdico de ese potosí de santos, reliquias, estigmas e iluminaciones que es Ávila? Castilla necesita un parque a la altura de su prosapia. Y lo tiene a huevo.

Cierro los ojos y lo veo:

Se llamará Terra Mística. Tendrá como hilo conductor la unión del alma a lo sagrado a través del éxtasis (del éxtasis de verdad, que viene por la gracia y la abstinencia, no por las pastillas). Y su objeto social será el ánimo de lucro a través de un pufo de dimensiones bíblicas cubierto a escote.

En Terra Mística habrá atracciones como Noche Oscura, donde el visitante se enfrentará en solitario a la ausencia de todo lo que busca y a la pérdida del norte. Esta tiene un coste de instalación muy asequible.

En otros momentos del recorrido, el visitante participará disfrazado de bambi en carreras nocturnas por ásperos riscos y amenos jardines tras la pista de cazadores esquivos con los que hacerse una foto. Y si es amante de las emociones fuertes, será juzgado por la inquisición y preso por un quítame allá esos versos.

Al fin, en el Levitador Excelso, el español medio, extenuado, ya sin aliento por lo apretado del cinturón y con el bajón de azúcar propio de la ascesis presupuestaria, sentirá cómo despega del suelo y asciende flotando hacia una cúpula decorada con eccehomos de doña Cecilia en animación 3D. Una versión ambient del In transfiguratione, In illo tempore de Tomás Luis de Victoria a cargo de Fangoria puede rematar la faena iluminatoria.

Estoy seguro de que Terra Mística tiene, como mínimo, la misma probabilidad de ser ruinoso que Barcelona World. Así que un respeto. Pero lo grande es que mi visión no termina en ese hermosísimo agujero contable. Hay más.

El parque solo será el complejo de ocio de un proyecto mayor y mucho más ambicioso: el Valle del Cilicio, un clúster empresarial extensivo que atraerá a corporaciones punteras en el ámbito de las tecnologías de la religión cristiana: desarrolladores de rosarios inteligentes (smartbeeds) y apps de confesión/contrición; fabricantes de escapularios de grafeno G4, exvotos para geolocalización mariana, hisopos de ionización negativa y martillos de herejes de pulso electromagnético; plantas de montaje de botafumeiros de efecto vapor y bilocación cuántica, gafas de realidad redimida, bragas de estameña...

Ni que decir tiene que toda la inversión se hará con cargo a deuda pública y la explotación será privada. A mayor gloria del Estado laico y como santa penitencia para todos los que hemos vivido por debajo de nuestras posibilidades espirituales y engolfados con el siglo. Porque chusma somos y en chusma nos convertiremos, el día menos pensado.

El Valle del Cilicio y Terra Mística hacen juego a la vez con Eurovegas, con Rouco y con la nueva RTVE poseída por el nodo y las corridas de toros. No se puede pedir más.

Es YE + D Santa Teresa + I (con "I" de introspección).

El no va más del I + D + I.

El no va Marx.

24/9/12

#YoPromuevo25s

Hay fechas de muchos sabores. Y el 25 de septiembre sabe a democracia y a país sin rey.

Un 25 de septiembre, el de 1789, el Congreso de los Estados Unidos de América propuso formalmente la Carta de Derechos, un paquete de diez enmiendas a la Constitución que limitaban el poder del gobierno federal y explicitaban libertades fundamentales.

Libertades...

Al enumerarlas en estos tiempos de decretazos, antidisturbios sin identificar e imputaciones arbitrarias, se deshacen en la boca como un caramelo de miel de los de antes: libertad de expresión, de reunión y de imprenta; libertad religiosa, de petición y de asociación; derecho a no sufrir registros e incautaciones sin fundamento razonable y a no ser sometido a castigos crueles; derecho a no autoinculparse, al debido proceso, y a un juicio rápido e imparcial.

Además, la Carta de Derechos americana reconocía al pueblo como detentador de todos los derechos no citados en la Constitución y del poder no delegado en el gobierno.

También fue un 25 de septiembre, el de 1808, cuando se constituyó en España la Junta Suprema, que asumió los poderes legislativo y ejecutivo en ausencia de un pérfido imbécil llamado Fernando VII, bajo la ocupación francesa. Cuatro años después, las Cortes de Cádiz proclamaron La Pepa: la tercera constitución de la historia. Una constitución liberal, de los tiempos en que lo liberal era de agradecer.

Y también será un 25 de septiembre, mañana, cuando muchos ciudadanos se reúnan en Madrid dispuestos a rodear pacíficamente el Congreso y mantenerlo simbólicamente cercado por tiempo indefinido.

Sólo es un gesto. Pero se parece mucho más a un paso que la crítica inmóvil.

Cuando una constitución se convierte en papel mojado y los detentadores del poder no tienen necesidad de secarlo, sólo cabe una masiva movilización ciudadana capaz de erigirse de forma ordenada y participativa en poder constituyente.

1.300 efectivos de seguridad para proteger las Cortes de unos ciudadanos que no plantean ni promueven ninguna injerencia en su normal funcionamiento, la criminalización verbal y el hostigamiento policial y judicial a los organizadores, y la coincidencia de los dos partidos mayoritarios en contra de la iniciativa me bastan para adherirme al plan.

Lo de mañana saldrá como salga. Pero sabe a ciudadanos dispuestos a recuperar la soberanía. Y eso basta en un país que, a fuerza de miedo, está perdiendo el paladar.

Ocupa el Congreso. Y salga el sol por Antequera.

9/9/12

De Extraña vengo, de Extraña soy

Y mi cara serrana lo va diciendo, yo he nacido en Extraña, por donde voy.

La Penísula Ibérica se parece mucho a una señora de perfil que mira hacia Nueva York. Es una dama de nariz griega, barbilla puntiaguda y cara ancha que lleva una coleta pequeña y baja. Y yo vivo en la punta de ese apéndice capilar, mirando ora hacia Tarragona ora hacia Ibiza. O sea, que mi tierra y yo no miramos para el mismo lado. Pero eso es costumbre aquí.

Hace tres siglos, mientras se expatriaba a los moriscos desde puertos de levante —y se les obligaba a pagar el pasaje para plazas norteafricanas donde los recibirían a pedradas— buena parte de Extraña miraba hacia Madrid para saber cuánto dinero iba a ganar o perder con la expulsión de más de 300.000 vecinos.

Hace dos meses, mientras ardía Valencia —la extensión de 50.000 campos de fútbol— buena parte de Extraña miraba hacia Ucrania, porque allí estaba La Roja dándole patadas a una pelota para llevarse 300.000 euros por barba.

Y así todo el rato.

Digan lo que digan, la educación cumple con su cometido. Siempre han querido enseñarnos a mirar lo que no es, y hemos aprendido la lección. Aunque el prestidigitador sea torpe, fijamos la vista en la mano que distrae, no en la que escamotea.

Miramos el arte, no la rectitud; el beneficio, no el derecho; el piso, no la hipoteca; la novedad antes que la utilidad; el emisor antes que el mensaje; el Marca en lugar del BOE; los cojones, no la razón.

A los de mi generación ya no nos hacían la foto de escuela peinados al agua, con el plumier de madera y el mapa detrás, pero salimos igual de tontos. Porque mucho tiempo antes de Franco y treinta y siete años después de su muerte Extraña era y sigue siendo una unidad de destino en lo transversal: en lo que no es, en lo que parece, en lo que se dice por ahí, en lo que fue, en lo que ya veremos, en lo que depende.

Yo creo que esto era así incluso cuando la señora del mapa no miraba hacia Nueva York, sino hacia un sitio habitado por los indios Lenape, que, por cierto, en 1626, mientras le vendían a Peter Minuit la isla de Manhattan tenían los ojos puestos en lo que le iban a sacar a los holandeses, no en su futuro. Hoy sus descendientes tienen un par de casinos de chichinabo, pero siguen en pleitos con el estado de Pennsylvania por unas ventas de terrenos que se hicieron en 1737.

Sheldon Adelson, el promotor de Eurovegas, que también tiene casinos, no es indio, sino judío. Se tiñe el pelo, no corta cabelleras. Es más sospechoso de comprar políticos que de vender islas. Y prefiere los jets privados a los sindicatos. Pero todo eso es transversal a lo que verdaderamente importa. Hoy toda Extraña está en venta, y lo que sacamos los de a pie, que somos los propietarios, es pagar los gastos de notario y registro y perder terreno. Punto.

Así las cosas, si preferimos mirarle el placer a una edil de los montes de Toledo a ver cómo baja la cotización de nuestros derechos en las páginas salmón de la dignidad colectiva, nos merecemos una matrícula de honor, que Wert nos de un beso de tornillo y que nos corte el pelo el estilista de Esperanza Aguirre.

Me duele Extraña. Y cuando me arranco con una copla, al acento gitano de mi canción toman vida las flores de mi mantón.

4/9/12

Hagamos cosas malas

Nosotros, el pueblo, somos posibilistas y sanchicos, porque una cebolla alimenta más que una corona de laurel y no podemos costearnos una epopeya más que en ocasiones señaladas.

Por eso las causas perdidas, con su tufo a ciega obstinación, son tan del gusto de la épica popular, más dada al monosílabo que al silogismo y más afín a la sangre que a la tinta. Es natural que quien siempre pierde encuentre un modo de enaltecer la derrota.

Curiosamente, también la retórica cortesana, más proclive al circunloquio que al aserto y más amiga de la cifra que de los hechos, se aferra a las causas perdidas cuando le huele el culo a pólvora. Será porque todos somos nietos de la misma mona.

Pero la Gran Estafa ha dado a luz un género insólito, de inconfundible estilo europeo. Consiste en ser abogado de los efectos perdidos. Y es lo más.

Basta negar las causas, pasar por alto las evidencias, esgrimir unas tijeras y —esto es lo más importante— presentar las metas como logros, para estar en condiciones de presidir gobiernos y bancos centrales.

Aristóteles —ese ikea de los conceptos nacido en la próspera Grecia— sufriría un ictus si tuviera noticia de este discurso dominante, lleno de causas sin efecto y efectos sin causa. Nos quejábamos de que no se ponía dinero para aplicar la Ley de Dependencia y resulta que la Ley de Causa y Efecto lleva dos mil trescientos años sin presupuesto.

Esa gente tiene menos gusto que vergüenza. El nuevo arte de los efectos perdidos requiere tanta ciega obstinación como las causas perdidas, pero no produce leyendas ni otras cosas estéticas y gratuitas para disfrute de todos, sino rentas para un puñado de malos y de tontos a los que les gustan las cosas malas, como por ejemplo los bancos malos.

Y digo yo que si el banco malo es una solución tan buena para el sindiós de los balances, el plan servirá para más cosas. Cosas malas en general.

Por ejemplo, se podría montar en todas las capitales de provincia un restaurante malo donde vayan a parar todas las comidas chungas: ensaladillas con salmonela, sopas con mosca, boquerones con anisakis y demás. Todo muy barato, eso sí.

También se podría trasladar a un hospital malo a todos los cirujanos con tendencia a dejarse el tabaco entre las vísceras del paciente, a los anestesistas mengueles y a los enfermeros con hepatitis B. Allí podrían ir a parar también los medicamentos caducados y los sistemas de aire acondicionado con legionela.

Y, ya puestos, un partido malo. Es fácil: sacamos de todos los partidos de ahora a los necios, los corruptos, los mentirosos, los trepas y los ignorantes, y los juntamos en el partido malo. Y si el partido malo gana las elecciones —que viendo con qué soltura volvemos a votar a gente que hace aeropuertos peatonales y colecciona billetes pequeños, es más que posible—, que forme un gobierno malo en un país malo. En ese país malo podemos poner cosas como las curvas peligrosas, los vertidos tóxicos, las bombas, el senado y la bollería industrial. Y así.

De momento, todo apunta a que vamos a tener un euro malo. Y como no lo acepten en el restaurante malo, habrá que gastárselo en una epopeya, con acampadas, asambleas, barricadas, ocupaciones, cortes constituyentes y lo que haga falta.

Si lo hacemos bien, esta vez no será una causa perdida, sino un efecto encontrado, porque es lo que tiene el pueblo, que cuando lo buscas te lo acabas encontrando.

Viva la Pepa.

17/6/12

Al cabo del miedo

"Españoles, Bankia ha muerto."
@emiliolopez

Viaje relámpago a Madrid para dar clase. Regreso en tren, con una maleta pequeña en la que apenas caben cincuenta años recién cumplidos. El sur de Valencia es un mar de arroz naranja.

Dentro del vagón atardecemos sin nigún lujo de detalles. Las madres, con viejas bolsas de H&M, pierden su empleo. Las hijas no encuentran uno. Los ecuatorianos sueñan que no vinieron. Yo pongo cara de saber adónde iré cuando el banco venga a por nosotros. Y todo así.

(Me pregunto si uno nace subprime o lo hacen.)

Ya en Gandía, pongo en marcha los dieciséis años diésel de mi tartana y emprendo el camino a Dénia. Quiero volver; siempre quiero volver. Pero no sé si a un espacio o a un tiempo.

Apago el motor y me bajo del coche justo donde alguien pintó con spray en el asfalto, frente a mi puerta, "TROSKY MARICA". Lo peor es la errata.

(Me pregunto qué quiere decir el GPS con eso de "ha llegado a su destino". Debe de ser el sentimiento trágico.)

El gato Borrón me recibe en la calle. Wippy, en el jardín. Porque mi activo tóxico tiene un jardín con buganvillas. Una higuera en tiesto que Carmen me regaló por San Juan cuando aún había pesetas. Murcianicas en flor. Salamanquesas y mirlos. Un jazmín. Y los días contados.

En estos años de saqueo y mentiras he tenido más miedo del que uno puede llevar en cabina. Menos autoestima de la que uno necesita para cambiar de postura. Vergüenza. Ansiedad. He tenido de todo menos la oportunidad de resistir el temporal con la certeza de que nuestra casa seguirá siendo nuestra, y la esperanza de que esto mejore. Porque siguen saqueando y mintiendo. Siguen contándonos que todos tenemos parte de culpa. Pero no. Como dicen Navarro, Torres y Garzón en Hay alternativas, no hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; es que los salarios han estado por debajo de nuestras necesidades.

Puede que salgamos de aquí convertidos en deudores a perpetuidad, pero eso no es lo peor que puede pasarle a uno en una guerra. Y esto es una guerra sin pólvora.
Puede parecer un mal momento para emprender la segunda transición, pero es todo lo contrario. Los rusos hicieron su revolución en medio de la Gran Guerra. Aragón hizo la suya en plena Guerra Civil. Y ahora toca cambiar las cosas sin pegar un solo tiro: conquistar una democracia real, deshacer la plutocracia, hacer efectivos los derechos elementales, restaurar la honradez, agrandar y fortalecer lo público, asegurar una distribución equitativa de la renta... Habrá que hacer eso y más en plena crisis, porque si no, no saldremos de ella.

Hace 37 años el dictador agonizaba en una camilla de lata. Hoy es el capitalismo quien se muere en una hoja de Excel, y hay que construir lo próximo. Para empezar, la Economía del Bien Común.

Ahora sé que siempre quiero volver a un tiempo: el tiempo de los cambios posibles. Fue el de mis trece años. Es el de mis cincuenta.

Basta de miedo. Hay mucha tela que cortar. Y esto no es un activo tóxico: es mi casa.

27/4/12

Aquí huele a papel roto

Bendito teatro. Y qué bien contaba esto mi padre.

En aquella función el eje era un documento comprometedor. El clímax llegaba con la escena del despacho. El primer actor, solo, sacaba el documento de un cajón de su escritorio, encendía una cerilla, prendía el papel, lo arrojaba a la chimenea apagada y salía. Pero aquella noche sólo había dos fósforos en la caja. La proverbial corriente que hay en todos los teatros malogró los dos. Y el actor improvisó. Con gesto decidido rasgó el documento varias veces, tiró los trozos al hogar e hizo mutis atesorando en silencio un recuerdo emocionado para la familia del segundo apunte.

De inmediato y por otra puerta entró el otro actor. Lo había visto todo desde cajas. Como cada noche, husmeó hasta llegar al centro y, con expresión astuta, declamó lo que buenamente pudo: "Aquí huele a papel roto".

Las cosas son así. La función no puede interrumpirse. Y para salvar su propia lógica lo mismo se inventa un olor inconfundible que se contravienen las leyes de la termodinámica.

Eso, que en los teatros es arte, en los consejos de ministros debería ser delito. Pero se ve que la famosa cuarta pared era el muro de Berlín, y desde que la tiraron el gran teatro del mundo está que se sale. Lo malo es que este remake lo firma Calderón de la Banca.

En el gran teatro de Europa, con su bambalinón de terciopelo púrpura y sus palquitos llenos de expertos con gemelos, huele a papel mojado. Y el mismo tufo reina en España, que vuelve a ser corral de comedias, pero con malas adaptaciones de bodrios alemanes en vez de entremeses, pasos y boleras. 

Huele al papel mojado de los programas electorales incumplidos. De las leyes sin dotación presupuestaria. De las garantías judiciales de marca y las de mercadillo. De los billetes de euro, que por no devaluarse devalúan a las personas. De los títulos de universidad de primera y de tercera. Y de las recetas de doble pago.

Pero lo peor de este auto sacramental no es que dé voz y ponga en pie a la Mentira, la Codicia, la Injusticia y la Desfachatez. Lo peor es que su clímax es la conversión de la Constitución en papel mojado.

La de hace dos siglos justos, la Pepa —que se fraguó en el teatro de la Real Isla de León e incluía cosas como la responsabilidad ministerial con carácter penal—, nos duró dos años: lo que tardó un Borbón tonto y mala gente en comerse la cañaílla.

La del 31 no cumplió los ocho: le bastaron tres a un criminal de guerra para enterrarla en una cuneta.

Y si seguimos tardando en defenderla, la de 1978, la que reconoce el Estado de Derecho —y con él la libertad de montar una asamblea permanente en cualquier Puerta del Sol—, la que reconoce el Estado social, el derecho a la salud, la vivienda, el trabajo y el acceso a la cultura, la que estipula la obligación de los poderes públicos de promover tales bienes para hacer la sociedad más equitativa, morirá congelada de tanto mojársele el papel. Ya tiene fiebre.

A gobiernos como este, que con su lógica de títeres presentan la masificación de las aulas como socialización, la emigración de los investigadores jóvenes como un saludable grand tour, las ayudas a la banca como un imperativo nacional y el cobro del transporte sanitario para la diálisis como un acierto de buen contable, les basta una legislatura para dejar España isabelina.

No es broma ni teatro. Es la doctrina del shock en plan 2.0. Y arrecia. 

¿Cuánto nos tienen que recortar la capa para que salgamos a la calle?

16/4/12

Ser rico es de pobres

Si yo supiera de lo que sé la mitad de lo que sé de mi ignorancia, no sé qué haría con los excedentes de autoestima.

Hubo un tiempo en que me sentía tan seguro de mí mismo que creía aprender de mis pequeños errores juveniles. Debían de ser las hormonas, o algo. Luego empecé a equivocarme en serio, con errores grandes en los que se me veía ya más maduro, como más hecho y con voz propia. Eran los últimos años ochenta, y me dio por decir dinero más veces que psicopompo. Con lo feliz que me había hecho a mí decir psicopompo.

Llegaron los noventa, y lo bordé. Descubrí en mí una tenacidad nueva, una suerte de intolerancia al sentido común, un don para persistir en el error que me hacía inasequible a los encantos de la realidad. Mis equivocaciones adquirieron proporciones ciclópeas. Y a finales de la década estuve en condiciones de recoger los frutos de todo ese esfuerzo.

A la hipoteca la llamé hogar. A la vista cansada, cultura. Al saldo deudor de la tarjeta, placer. A la reducción de ingresos, proyecto. Y a los finiquitos, experiencia.

Dediqué los primeros años del siglo a probar errores nuevos, como por ejemplo hacer lo mismo de siempre pero cambiándole el nombre. O volver a decir psicopompo, pero haciéndome ilusiones. Luego lloré un poco, me quedé dormido y me caí del guindo.

Al despertar me dolía mucho España. Y noté que mi don para la equivocación no tenía nada de especial. Vi que había otros tontos, muchísimos, que también se habían creído el cuento y la habían pifiado a su manera. Vi que había listos, muchos, que se habían pasado de listos, y que sentados en los escaños y en los salones de plenos y en los consejos de administración daba tanto miedo como los tontos que se sentaban a su lado.

Por aquellas fechas los palos del sombrajo empezaron a caerse no sólo en cada cuarto de estar y a fin de mes, sino en los telediarios y todo el rato. Se hablaba mucho de Lehman Brothers, que suena a número de circo sin red, y más o menos. De Moody's, que es una marca perfecta para jerseys de los que hacen pelotillas. Y de Standard & Poor's, que viene a ser como Normalito & De pobres, pero en inglés.

Entonces tuve una iluminación. De bajo consumo, pero la tuve: ser rico es de pobres.

Me pareció que los ricos no hacen ni más ni menos que lo que harían los pobres si tuvieran su dinero. Y eso es razón más que suficiente para darle una patada al sistema allí donde nunca luce el sol y crear una sociedad diversa y sin clases. Pero ya. Porque la desigualdad siempre es injusta, pero cuando se da entre gente igual de hortera además es antiestética.

Ha sido ver la foto del rey, sin vergüenza, con el elefante sin vida detrás y el tipo sin mangas al lado, y me he quedado sin habla. Cuánta sangre chunga. Cuánta caspa de siglos. Y qué poca cabeza.

Pero no nos pasemos de optimistas: esto no lo arregla ni una república. Aquí sobran reliquias, pero sobre todo falta educación. Y eso lo desprecia y lo recorta cualquiera sin armiño.

1/4/12

Por una Ley de Opacidad

Tener muy grandes los motivos obliga a hacer gala de una exquisita educación. Sin ese barniz, puede uno pasar por descortés. O parecer un estampado.

Así que intentaré mantener las formas.

Ahora que por fin tenemos una Ley de Transparencia me doy cuenta de que sería mejor una ley de Opacidad. Y no lo pienso por pensar. Tengo mis motivos.

En alguna parte de un estante alto de la librería que tengo detrás, Ortega y Gasset habla de la dificultad de ver el cristal cuando miramos un paisaje a través de una ventana. Se conoce que en su casa alguien que no era él limpiaba los cristales, y eso le dejaba a Ortega mucho tiempo libre para pensar en la razón vital, montar en descapotable y mirar paisajes. Me alegro mucho por él, la verdad. Y entiendo que superara el dilema racionalismo-relativismo con un pitillo en la mano. Pero me alegro más por mí, porque gracias a la metáfora del cristal lo veo todo más claro.

Tengo las orejas doloridas de oír hablar de cosas como la “gestión transparente”. Sé a lo que se refieren. Quieren decir que van a permitir que veamos objetos a través de sus cuerpos. Porque sus cuerpos serán transparentes.

No es que yo tenga un afán especial en verle el cuerpo, por ejemplo, a un subsecretario. Pero sí quiero verle la corporación, y en todo su esplendor o miseria. Porque tan importante como ver la información que maneja un gobierno —que afortunadamente es opaca, y por eso puede ser vista si nadie se empeña en ocultarla— es ver al gobierno gobernando.

Y es que el acto de gobernar es algo muy distinto a sus consecuencias mediatas, y a las ruedas de prensa de los viernes, ese club de la comedia diseñado por un muñeco de ventrílocuo depresivo. Diferente a todas esas cifras y palabras con membrete que hay antes, durante y después de un decreto.

Quiero archivadores transparentes en un Estado opaco con un gobierno opaco. Porque no me basta con ver presupuestos, informes y facturas. Quiero vérselo todo a los que nos gobiernan: los pasillos, las visas, las notas técnicas de los asesores, los sms, las visitas, los e-mails, los menús. Todo.

En cierto modo, lo que se hace siempre es fruto de cómo se ha hecho. Y tengo la certeza de que con esta ley nos seguiremos perdiendo lo más interesante: el making of de una película en la que nos jugamos a diario los derechos, los medios de vida, la autoestima, el medio ambiente y el próximo futuro.

Por eso quiero una Ley de Opacidad. Para ver los cuerpos como veo los objetos. Y, sobre todo, para saber de qué tamaño tiene los motivos cada miembro del gobierno.

Dicho sea sin presunción alguna de que sean malos o cosa parecida. Pero es que todos conocemos a alguien que es buena persona física pero como persona jurídica no vale nada.

También quiero tener lo que hay que tener para pensar en la razón vital mientras limpio los cristales. Pero eso es más relativo.

22/3/12

Yo Robot, tú Chita

Hacer que parezca un accidente es un arte menor cultivado por sicarios de medio pelo y otros autores plebeyos. Hablo de la muerte conjugada en singular, del incendio a medida y otros subgéneros de la literatura de actuario. La expresión más refinada de esa disciplina es patrimonio del poder. Y cuanto más tecnocrática y burocrática es la autoridad, más grandes son sus obras.

En los estados modernos casi todo lo malo parece suceder porque cosas sin rostro ni domicilio habitual, como los mercados, la inflación o el déficit, producen efectos imprevisibles. Todo tiende al qué le vamos a hacer si las cosas son así. Hay terremotos, subidas de tipos de interés, epidemias de gripe, gotas frías, incrementos de la criminalidad, auroras boreales... Lo que manda dios.

Y esa deshumanización del arte de complicarle la vida a la gente, que hasta no hace mucho era ajena a la aspereza asertiva de las explicaciones militares, ahora viste también de camuflaje. Que los ejércitos cambien sus puntos de mira por puntos de vista puede parecer buena noticia, pero no lo es. Igual que no trajo nada bueno que los curas se quitaran la sotana y vistieran de calle, porque desde entonces no los vemos venir de lejos.

El caso es que la armada de Estados Unidos lleva tiempo invirtiendo en el desarrollo de drones (aviones sin tripulación) capaces de operar por sí mismos, sin control humano. Vamos, que no son teledirigidos como los de ahora, sino listos. Muy listos. Hace un par de meses probaron el X-47B cerca de Chesapeake Bay, y da miedo ver cómo despega y aterriza por su cuenta en un portaaviones.

Parece ser que el artilugio sabe tanto que sólo tienes que decirle de qué se trata y él se busca la vida para hacerlo. Y claro, mucha gente partidaria de que cada palo aguante su vela se pregunta cosas. Como Noel Sharkey, un científico experto en robótica citado por el diario Los Angeles Times, que dice: “Las acciones letales deberían tener una cadena de responsabilidad clara. Eso es difícil con un arma robótica. No se puede hacer responsable al robot. Entonces, ¿fue el comandante que lo usó? ¿El político que dio la autorización? ¿El protocolo de compras del ejército? ¿El fabricante, por servir un equipo defectuoso?”.

Vamos, que no queda claro si se le pueden pedir cuentas siquiera al maestro armero. Con lo que hacer mixtos una sede de la ONU o una escuela o un mercado o un bosque tropical se convierte en lo que viene siendo un imponderable, como la fiebre porcina, los tsunamis y el desempleo. Manda huevos.

A mí los imponderables no me parecen ni mal ni bien cuando son cosa de la naturaleza, pero cuando sólo se producen si alguien firma, paga, ordena o cobra, ya no los veo tan imponderables. Y digo yo que no es asunto baladí cuando el azar va de bombas hasta las trancas.

Yo quiero gente que apechugue, interlocutores válidos, cuentas claras. Algo tipo democracia real, aunque sólo sea como punto de partida. Y si puede ser —que puede—, sin armas.

Pero la cosa no pinta bien. En los últimos cinco años España ha triplicado sus beneficios por la venta de armamento. El mercado mundial de inventos para hacer daño ha crecido un 24% en el mismo periodo. Las cosas públicas suceden cada vez más porque ocurren o sobrevienen. Y sobrevenir rima con sobrevivir, que es el infinitivo del nuevo estado del malestar.

Así las cosas, votar a gente con querencia a los cargos, los asesores, los coches oficiales, las pistolas, los secretos y los imponderables —ya sea en urnas de Luisiana, de Andalucía o de Asturias— da pereza.

14/3/12

El queso stilton y los albores del individualismo

Yo nunca doy consejos. Los presto, y espero que me los devuelvan. Considero que en este ámbito se invierten los polos de la entrega personal: dar consejos es egoísta, prestarlos es generoso.

Si a los buenos amigos les gusta decirte en algún momento que estás cometiendo un error, ¿por qué negarles esa pequeña satisfacción? Cuando les prestas un consejo sincero, les estás dando la oportunidad de devolvértelo. Es un regalo discreto y cordial. Por eso yo hago todo lo posible por decirle a mis amigos que están cometiendo un error al menos una vez al año, y aprovecho cualquier ocasión para cometer yo alguno que les dé pie a decirme lo que piensan de mí.

A veces la respuesta se hace esperar. Y es que los consejos se parecen a los libros: rara vez regresan, son pasos a dos que se bailan a solas y, cuando son buenos, provocan un placer doloroso en algún punto de la frontera entre la inteligencia y la pasión.

Mary Shelley le prestó a Lord Byron un consejo durante el largo, frío y lluvioso verano de 1816 en Villa Diodati, junto al lago de Ginebra. Al parecer, contra todo pronóstico, el poeta se lo devolvió de inmediato, y tales gestos de amistad dieron como resultado una revuelta en Macedonia y una novela.

El asunto requiere una puesta en antecedentes.

Lord Byron ventoseaba mucho. Para algunos autores, esta es la causa de su extremo compromiso personal con los ideales románticos. Para otros, el efecto de la virtual carencia de un programa creativo verdaderamente acorde con su tiempo, con su desorden amoroso y con su rechazo de la lactosa. Lo cierto es que se tiró pedos incluso en Atenas.

En una carta sin firma ni encabezamiento atribuida a Mary Shelley, la autora de El Moderno Prometeo describe los cuescos del genial poeta con mano maestra:

“Silentes a veces, notorios al atardecer, siempre mefíticos. Con una base de col fermentada y un desarrollo insidioso dominado por las referencias sepulcrales, los cueros ajados y los desastres mineros en distantes provincias orientales. Una inefable nota de salida, con la turbadora violencia del azufre y la perseverancia hipócrita de una gota de semen sobre el terciopelo de un libro de horas. Insoportablemente humanos. Personales. Horribles.”

Asumiendo que la autora de estas líneas fuera realmente Mary Shelley, es evidente que el meteorismo de Byron despertaba en ella emociones mucho más intensas que su poesía, a la que nunca dedicó comentarios de nervio equiparable.

Al parecer, el mal tiempo mantuvo encerrados en casa durante días a Byron, Polidori —el secretario y médico de éste—, los Shelley, Claire —hermana de Mary— y Matthew Lewis. Byron había recibido de Inglaterra un queso stilton curado, y se había entregado a él con febril voracidad. Una noche, sentados todos junto al fuego y en acalorada controversia sobre si Erasmus Darwin y Galvani habían animado o no materia muerta, el aire empezó a tornarse irrespirable. Había una tormenta fuera y otra dentro. Byron, sin dejar entrever la menor indisposición, llevaba horas ventoseando como una fuerza de la naturaleza. Y retando a los presentes a un certamen de relatos de terror. Por fin, Mary le dijo: “No deberías comer queso”. Y esas pocas palabras cambiaron el rumbo de la literatura fantástica.

Byron contestó: “Si todo lo que te sugiere la imagen de un hombre devolviendo la vida a un cadáver gracias a la electricidad es un comentario sobre el queso, deberías olvidarte del concurso y seguir anotando recetas en tu diario”.

“Gilipollas”, dijo Mary, y se retiró a sus aposentos a odiar a los hombres y a tener pesadillas. Aquella noche soñó con la extraña aventura de Víctor Frankestein. Y terminó la escritura de su primera versión un año después. Se dice pronto, pero creó un mito moderno.

Polidori cayó en un silencio tan prolongado que tuvo tiempo de escribir Ernestus Berchtold o el moderno Edipo. Lewis, Claire y la condesa se pusieron a hablar de Jamaica con pañuelos perfumados en la nariz. Byron nunca escribió su historia de terror, pero tampoco dejó de comer queso. Y Percy Shelley murió ahogado. Cada uno a su bola.

En fin: dejo sin aclarar lo de la revuelta en Macedonia para que algún amigo pueda aconsejarme que ate todos los cabos antes de publicar una tontería así. Cuesta tan poco hacer felices a los demás...

3/3/12

Karma letal

Hay muchas personas que, cuando les señalas una estrella con el dedo, te huelen el culo para saber qué eres: hombre o mujer, de derechas o de izquierdas, catalán o madrileño, heterosexual o gay, rico o pobre, blanco o negro. Qué cruz.

Prefiero mil veces a los imbéciles, que miran el dedo, y punto. No sé si la naturaleza es sabia, pero está claro que tiene mucha experiencia. Quizá por eso obliga a los que tienen un sistema nervioso escueto a elegir entre descubrir la insondable belleza del universo y controlar su esfínter. Es la grandeza de lo vegetativo. La diferencia entre Montaigne y la baba. Lo que tiene que ser.

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais si no fuera porque suceden a diario y salen hasta en Yahoo: ejecutar hipotecas en llamas más allá de la dación; he visto Chollos-B brillar en la oscuridad cerca de la huerta de Valencia. Todo ese cemento no se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de actuar.

Pero sucede que si viajas en burro, no puedes esperar que el GPS te dé mucha conversación, y ahora no es tiempo de silencio. Para arreglar las cosas hay que apearse del burro. Ahora. Y me explico:

Nos están estafando, robando, maltratando, despreciando, ignorando, prohibiendo, devaluando, entristeciendo, matando; nos están amargando la vida con la precisión de un neurocirujano y la desfachatez de un soplagaitas; y nosotros, la mayoría, la gente —los que no somos banqueros ni magnates ni príncipes de la iglesia ni nada— seguimos engolfados con la pequeña diferencia, el tanteo de marcador y el miedo a ser equivalentes.

Este sistema moribundo, que como buen malo está rabioso, nos agrega como receptores de mentiras, como consumidores, votantes y contribuyentes, y nos disgrega como pueblo, porque así la soberanía no sabe donde residir y se rinde a los encantos de ese hotel de cuatro estrellas con olor a bajante que es el poder establecido.

Cuando las personas que se sientan a firmar papeles con una bandera detrás dicen que hay que acrecer la productividad, tienen razón. La cuestión es qué producir. Yo creo que tenemos que producir más unión entre nosotros, el estado llano, con menos gasto de etiqueta, costumbre y prevención. Hay que poner el horizonte enemigo allí donde van a parar los euros y las ilusiones que nos faltan. Y dejarse de pamemas.

A estas alturas de la historia, tengo más en común con un bancario de derechas que con un banquero de izquierdas, porque aquél y yo nos estamos yendo por el mismo sumidero. Y estoy más dispuesto a que me partan una ceja defendiendo el sueño de un mundo steineriano —en el que la Libertad rija la educación y la cultura, la Igualdad presida la justicia y la Fraternidad cimiente la economía— que a plantearme si puedo ser compañero de viaje de una monja. Puedo serlo, y bueno, si entre los dos paramos un desahucio. Y si viajamos en algo que, siendo sostenible, se mueva más aprisa que un buen burro.

No creo ser un instrumento del karma, que es una cosa cósmica muy personal de cada uno, pero a ratos se me llena la mano de leches con nombre propio. Sobre todo cuando me cuentan patrañas poniendo cara de sabio, metiéndome una mano en el bolsillo y tapándome la boca con la otra. Eso lo llevo mal, como casi todo el mundo, y de eso se trata: o nos unimos en base a esas indignaciones y criterios compartidos, o nosotros sí que nos perderemos en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Cuando un sabio señala una mierda con el dedo los imbéciles miran la mierda. Y los islandeses el dedo. Viva Islandia.

5/2/12

¿Sueñan los tabloides con empresas espléndidas?

Uno de los primeros embelesos sexuales de los que guardo memoria fue inducido en mí por la foto en blanco y negro de una hawaiana bailando, con su falda de fibras vegetales y su corona y sus collares de flores. Y su ombligo.

Yo debía de tener tres años, y topé con aquella imagen en una portada del ABC. Qué fuerte. Miré tanto aquella foto que dejé gofrado el papel. Y sospecho que si aprendí a leer poco después fue para saber más sobre hawaianas y cosas por el estilo. En cierto modo, sigo ahí, y mi interés por la prensa continúa vivo.

Me recuerdo leyendo los titulares del ABC como filas de letras sueltas, sentado encima de mi padre, mientras él leía lo que había decidido hacer con sus derechos un señor con uniforme. Me recuerdo años después viendo a mi madre sacar unos boquerones dalinianos de un cucurucho gris envuelto en dos hojas mojadas del diario Informaciones, que era más grande que el ABC, vespertino, sin grapas y como más moderno. Yo entonces no sabía que, además de estar lleno de pescado, aquel periódico estaba lleno de futuros periodistas de El País. En realidad no lo sabía nadie todavía, aunque algunos de los que escribían allí ya se lo debían de estar notando en las palabras y en las viñetas.

Los periódicos de entonces servían para muchas cosas. Cosas como cubrir el suelo cuando se pintaba, envolver los arenques antes de despanzurrarlos entre la puerta y la jamba, forrar cajas, decir cosas valientes, hacer patrones de blusas y no coger frío en la vespa. En algunos aspectos, lo que tenía el átomo no lo tiene el byte.

Ahora la prensa es otra cosa. Todo ha dado tantos tumbos que los periodistas se preguntan qué es una noticia, qué es un periodista, qué es un sueldo, qué es qué. Algunos, los menos, hasta se preguntan qué es una hawaiana. Y no pocos se devanan los sesos intentando envolver sardinas con páginas web, por si acaso.

Pero los lectores también hemos cambiado. No sé si hemos madurado o nos estamos poniendo pochos, pero la vida se ha vuelto tan rara que a veces lloramos con el humor gráfico y nos reímos con las páginas salmón. Es una risa nerviosa, creo yo, porque no relaja. Además ya no pagamos con la misma alegría de antes, ni mucho menos. Y si no pagamos por los periódicos de papel, que pueden servir para tantas cosas cuando achucha el devenir, mucho menos por la cosa digital. Como todo está lleno de noticias gratis y de otras cosas que sólo parecen noticias pero también salen gratis, y como muchos de los que estaríamos encantados de pagar por un buen contenido original tenemos la vista cansada de tanto leer en lo pequeño de las etiquetas a cuánto va el kilo de mortadela y a cuánto el de chóped  —cosa que hacemos no tanto por el gusto de comparar como por un afán innato de supervivencia—, resulta que muchos periodistas, cuando ven una belleza polinesia no sienten nada sexual, sino algo así como hambre. Rollo Carpanta.

No es que no haya dinero. Quien dice tal cosa miente o se engaña. El dinero abunda, pero cada vez hace más grumos y no emulsiona. Se queda pegado en las cucharas de los que remueven el asunto. En cualquier caso, el resultado es igual: cuando no tienes dinero para comprar el periódico se te quitan las ganas de hacer clic en los anuncios, y como la publicidad no funciona el anunciante se retira y las cuentas no salen. A la publicidad, que es la sonrisa helada de un capitalismo en fase terminal, le queda un telediario. Y los negocios que basaban sus beneficios en ella, como buena parte de la prensa, no volverán a funcionar. 

Toda una manera de entender el negocio de la información se está yendo por el sumidero de la historia junto con la clase media, que fue su ecosistema. Puede que el futuro esté en ver la información, a la par que tantas otras actividades humanas, como un modo y un medio de vida, no como un negocio. Suena a pequeño y slow, a modesto, a calidad; pero también a difícil. Es lo que tienen los cambios de paradigma. ¿O vamos a seguir suspirando por el crecimiento, la centralización y las estructuras de poder como si las ganas de leer y los boquerones fueran infinitos?

22/1/12

Quién sabe lo que le depara el pasado

Una mala tarde la tiene cualquiera. Un siglo malo sólo puede tenerlo el mundo. El siglo III, por ejemplo, fue una birria en casi todos los sentidos y en casi todo el mundo civilizado. Salvo las termas de Caracalla y la aproximación al número π de Liu-Hui, casi todo salió mal o regular. Y eso mirando la historia con buenos ojos, porque a Caracalla las termas le quedaron monumentales, pero se salieron tanto de presupuesto que tuvo que devaluar la moneda y montó una inflación igual de grandiosa o más. Y mientras, en China, Liu-Hui llegó a la conclusión de que el número π tenía un valor de 3,141014, lo cual no estuvo mal pero tampoco es para tirar cohetes. Parece que en aquel tiempo todo tendía a perder valor, menos el coste de las obras. Y la cosa se puso tan fea que el emperador Aureliano intentó arreglar el sistema monetario romano y volver a tener un denario de verdad, pero la galga le salió capada. En el instante en que unos guardias pretorianos lo cosieron a puñaladas, el denario de plata contenía menos plata que el cuerpo del propio emperador. Con escoltas y economías así quién necesita enemigos.

En siglos malos pasan cosas como que la clase media se hunde, y eso le gusta mucho a los historiadores. Es natural: si te vas a tirar las horas muertas en una biblioteca reconstruyendo el pasado con una pierna dormida, no vas a elegir como tema una tontería. Lo único que puede compensarte por la vida social que pierdes y las dioptrías que ganas es estudiar algo grande, como el momento en que la corrupción del sistema político-militar romano alcanzó el punto de ebullición y se juntó con el estallido de la burbuja de la expansión territorial del imperio, produciendo una gran crisis financiera y monetaria que redujo el comercio hasta casi el colapso e hizo que muchos ciudadanos libres que vivían de su trabajo y de pequeños negocios se marcharan al campo para huir de la creciente presión fiscal, el alza constante de los precios y la bajada de los ingresos, y se convirtieran en colonos en régimen de servidumbre, adscritos a la tierra y, a través de ella, a un señor. No hay color: eso sí que es un temazo. Sobre todo cuando te enteras de que Aureliano, el de las monedas malas, fue el mismo que levantó las primeras murallas de Roma. Porque es un ejemplo estupendo de cómo cuanto menos valor tienen las personas más miedo tienen y más quietas acaban quedándose. Y nunca falta un abusón que levante muros muy altos, aunque la gente no sepa si le da más miedo lo que pueda venir de fuera o lo de estar encerrada con ese señor y su guardia pretoriana.

Me pregunto cómo verán los historiadores del futuro este siglo XXI. Imagino que les encantará estudiar cómo los que éramos de clase media nos fuimos por el desagüe de la historia cuando la corrupción del sistema político y bancario alcanzó el punto de ebullición y se juntó con el estallido de la burbuja inmobiliaria produciendo una gran crisis financiera que redujo el comercio hasta casi el colapso e hizo que muchos ciudadanos libres que vivían de su trabajo y de pequeños negocios no tuvieran dónde meterse para huir de la falta de empleo, la creciente presión fiscal, el alza constante de los precios y la bajada de los ingresos, y se convirtieran en morosos en régimen de servidumbre, adscritos por una hipoteca a una casa sin valor y, a través de ella, a un señor llamado banco o caja de ahorros.

La historia es un déjà vu permanente. Cuando leo que Aureliano, el de las monedas malas, ató a un carro con cadenas de oro a la reina de Palmira, Zenobia, y la obligó a tirar de él por toda Roma en plena quiebra del imperio, no puedo evitar pensar en rotondas monumentales y aeropuertos sin aviones junto a colegios con goteras.

En cuanto alguien se deja abierta la puerta de la codicia, en el devenir de la historia se organizan muchas corrientes y la clase media pierde la salud. Espero que esta vez, al menos, no pierda la memoria.

18/1/12

Futuro Interior Bruto

De unos años a esta parte, fabricamos menos porvenir. Se habla poco de ello porque los economistas no miden el Futuro Interior Bruto.

Cuando yo era un niño, en los 60 y primeros 70, sabíamos a ciencia cierta que a no mucho tardar nos alimentaríamos con pastillas y gelatinas de colores, vestidos con esquijamas blancos y rodeados de cohetes y de solícitos robots que quitarían las pelusas por nosotros. Lo sabíamos por la televisión y por las películas, pero sobre todo porque estaba clarísimo. Lo más preocupante era que a lo mejor en un futuro muy lejano todo el mundo tenía la nariz muy chata a consecuencia de la polución atmosférica. También sabíamos que el día menos pensado nos podían hacer pavesas con una bomba atómica, pero tampoco era cosa de ponerse en lo peor.

Uno podía pensar en el mañana con la idea de que mucho se tenía que torcer la tarde para no ir a mejor. Eso era porque el porvenir estaba más o menos al alcance de todos. Y si estaba tan barato era porque se producía en grandes cantidades. Los españoles teníamos futuro hecho en España, que en general estaba bien pero era de talla única y un poco áspero. Por eso importábamos mucho, sobre todo de Estados Unidos. Y si aquí no nos llegaba ni para futuro nos íbamos a otra parte, a países como Alemania y Suiza, para cobrar más y labrarnos un porvenir. O algo. Como ahora.

En realidad, el futuro no se fabrica: se segrega, como la baba, y su volumen es inversamente proporcional a la cantidad de miedo y/o desilusión de la persona o el grupo que lo produce. Cuanto más confias en ti y en lo tuyo, más futuro haces, y viceversa. Ahora, con la crisis, hay escasez y el precio del mañana no para de subir. Cada vez son menos los que pueden costearse un futuro bonito, y la mayoría usamos uno comprado en el chino, que aprieta bastante y hace bolitas en cuanto dejas volar la imaginación. En el pecho, donde va la marca, no pone “futuro”, pone “fuduro”, pero es lo que hay. Peor es vivir de recuerdos, a juzgar por lo poco que venden los chamarileros.

Yo hace tiempo que me compro las camisas de segunda mano, en un mercadillo de cosas viejas. Son camisas buenas, pero baratas, muy baratas. A mí no me duelen prendas. Soy partidario de las cuatro erres: reciclo, reparo, reduzco y reutilizo. Y creo que uno puede ir al porvenir vestido como quiera. Pero algunos días no puedo evitar pensar que estoy afrontando mi futuro enfundado en el pasado de alguien que le quitó a su porvenir los celofanes, los papelitos de seda, los alfileres y los cartoncillos en un presente lleno de promesas y de renta disponible. Y me fastidia, la verdad. Porque la pobreza que se nos viene encima es mentira. Y los embaucadores que la fabrican, que son socios de los que nos meten el miedo, son los mismos que inventaron los mercados de futuros mientras se ponían los gemelos en una camisa nueva.

Mañana será otro día. Pero no podré evitar pensar.

Por qué no soy Bertrand Russell

Tengo una inteligencia normal. No sé dónde demonios la habré puesto, pero sé que la tengo. Me la noté ayer mismo, pensando en el sentido de la vida. Pero basta necesitar algo para no encontrarlo. Una inteligencia normal te permite hacer cosas como creer equivocadamente que entiendes el principio general por el que se rige el cálculo de los intereses de demora de una hipoteca, dibujar una pera inconfundible y no decirle a tu pareja que ha engordado y que otra persona de su mismo sexo está muy atractiva en una misma conversación. Si haces las tres cosas a la vez, estás muy por encima de la media, pero tu pareja te nota distraído y piensa que ya no hay la misma magia.
Tengo una inteligencia normal, pero no corriente. Quiero decir que no es de grifo, como el vermú, sino de pozo, como el culantrillo. Cada vez que necesito un poco de inteligencia es como si tuviera que salir al patio y sacarla de un agujero con un cubo. Volver adentro cargado con el cubo te hace valorar la inteligencia, pero eso no te convierte necesariamente en un filósofo. Y mucho menos en algo útil.

Ya sea porque me canso del azacaneo o porque no sé pensar cosas importantes, yo utilizo muy poco la inteligencia. Apenas para dibujar peras y para parar taxis. Así que, dondequiera que esté, está como nueva. En cambio, la inteligencia de Bertrand Rusell era como los trajes de buena pana, que con el tiempo y el uso mejoran. Tuvo un envejecimiento noble, vaya. La cuestión es si lo que yo tengo es un traje de pana o no. En caso afirmativo podría mirar al mañana con optimismo. Pero ¿y si se parece más a un Motorola de 1995 nuevecito y en su embalaje original? Algo flamante, patético y sin futuro no es el mejor bagaje para sobrevivir con dignidad al exterminio de la clase media.

No quiero ponerme en lo peor. Supongamos que una inteligencia normal como la mía es algo así como un traje blanco de verano. Como se usan menos, pueden durar muchísimo. Pasan de moda, pero no se les descose el forro. Y yo podría arrostrar el desdoro de tener ideas anticuadas, pero no el oprobio de que me asomara un concepto por un roto.

En la única fotografía que he encontrado de Rusell con traje de tweed, no mira exactamente a la cámara. Mira —aunque más con el ojo derecho que con el izquierdo— a un punto entre el objetivo y un conjunto de axiomas. Es un tres piezas. El traje, quiero decir. Rusell lleva camiseta de manga larga. Y parece estar pensando en algo importante, triste e inevitable. Cuando yo pienso en algo así y me hacen una foto nunca parece que esté pensando en eso. Ni siquiera parece que esté pensando. Y la cosa no mejora usando un tres piezas. Sospecho que el secreto está en la pipa. Rusell fumaba en pipa y yo no. Fumar en pipa debe de ser como pensar, pero con aroma, y es curioso cómo envuelto en melosas volutas casi todo el mundo parece haber leído a Donleavy en inglés. No pretendo identificar lectura e inteligencia, pero sí me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que Donleavy, que siempre usa chaleco, mira al punto perdido de Rusell en muchas fotos. Sin el menor pudor. Aunque en su caso parece intentar recordar cómo se llamaba aquel tipo al que le prestó el paraguas. Y por mucho que uno se esfuerce en mirarle a él, la cabeza se le llena de becarias del Trinity y de ovejas. A uno.

No soy Bertrand Rusell porque estoy tan lejos de los buenos trajes de tweed como del monismo neutral. Y no por falta de ganas.

17/1/12

Tú y el Sputnik. Y yo.

Corría el año 1957. Y corría tanto que yo no lo alcancé hasta 1962, cuando después de una concepción tradicional (sobre esta presunción habría mucho que discutir) y de un laborioso crecimiento celular, si no brillante, sí ordenado, nací en la Maternidad Provincial de Madrid.

Así pues, la era espacial y yo hemos crecido juntos. Me lleva cinco años, y esa diferencia, según a qué edades, es muy grande. Por eso ella nunca se ha fijado en mí. Pero a pesar de que la vida nos ha llevado por caminos muy diferentes, en el fondo del corazón sigo teniendo una inclinación natural, una rendida admiración hacia ella que no por silenciosa es menos sincera.
Siento llevar la contraria a Sócrates a estas horas de la mañana, pero yo creo que para perseguir el bien no basta con conocerlo; además hay que correr mucho. Esto explica muchas cosas. Por ejemplo, por qué sigo sintiéndome atraído por la conquista del espacio, algo que en realidad encuentro tirando a chungo. Soy perezoso. Y odio correr. Así que me viene bien perseguir cosas que no corren demasiado. Y, digan lo que digan, lo de la carrera espacial es una carrera, sí, pero tipo arquitectura-técnica-en-la pública: leeeenta, muuuuy leeeenta...

¿Qué tiene de malo la era espacial? Su propio nombre lo dice: que es espacial. Entiéndaseme bien: no tengo nada en contra del espacio, siempre que sea grande, con suelo de madera y muebles gustavianos decapados blanco roto. Pero cuando una era se empecina en definirse como espacial sólo le falta decir “no temporal, ¿eh?”. O sea que todo lo que sea espacio sí, pero de tiempo ni hablamos. Una de las primeras consecuencias de esa actitud tan estrecha de miras es que nos falta tiempo a todos. Como no interesa, hay poco; y como gente hay mucha y con la esperanza de vida crecida, que quieras que no ocupa más, pues tocamos a pocos minutos.

Cuando yo era pequeño, el mercado del tiempo estaba intervenido por el Estado y toda su gestión estaba centralizada en el reloj de la Puerta del Sol. Si no recuerdo mal, entonces los días tenían cerca de 29 horas. No eran horas muy buenas, eso es verdad; incluso muchas salían malas, pero tiempo no faltaba y aquí quien más quien menos todo el mundo tenía una existencia, un devenir, un ratito de charla o una caña.

Las personas mayores pensaban entonces que un mercado de libre competencia tendría ventajas para seres finitos como nosotros. (Yo no pensaba eso entonces, porque no sabía pensar eso. Paradójicamente, durante la segunda mitad del franquismo, en plena era espacial del mundo, yo fui pequeño, ocupé muy poco espacio y no pensé nada en el tiempo ni en París.) Pero el caso es que cuando se liberalizó lo de los relojes, cuando por fin el año nuevo nos llegó cada Nochevieja por donde quiso el pueblo soberano, nos encontramos con que la cosa no iba así. Fue morirse Franco y precipitarse los acontecimientos. Y cuando los acontecimientos se precipitan no se sabe por qué pero cuando te quieres dar cuenta vas con la hora pegada al culo.

Durante la Transición, los días empezaron a tener menos horas. Muchas personas que habían llevado bigote fino y habían sido secretarios generales del Movimiento y otras cosas antiguas se encontraban con que entraban en su despacho por la mañana y salían a la mañana siguiente oliendo mucho a tabaco y con pactos hechos que no habían tenido tiempo ni de pensar con calma. Y otros señores que llevaban jerséis con cremallera y bufandas iban a la iglesia y cuando salían habían pasado siete días y no habían oído misa y fuera había un montón de tipos de gris con porras que antes no estaban ahí y que querían reducirlos rapidito porque iban fatal de tiempo. (Visto con la serenidad que da la perspectiva histórica, digo yo que a lo mejor querían reducirlos por la era espacial, para que ocuparan menos.) El caso es que, en un tiempo récord y para admiración de todos los países civilizados, los españoles consiguieron dotarse a sí mismos de días de 24 horas. Yo no lo noté mucho de entrada, pero los hermanos pequeños de mis amigos, que no tenían edad para dotarse de nada, se dieron cuenta pronto de que las cuatro o cinco horas que habíamos perdido eran justo las que se usaban antes para chapucear los deberes, explorarse el cuerpo y hacer amigos.

Teníamos que haberlo visto venir en el 69, cuando aquel señor pisó la Luna y se puso a corretear por allí con un amigo, como con prisa. O antes, el 4 de octubre de 1957, cuando los americanos se pusieron nerviosos al ver el Sputnik dando vueltas por encima de sus sombreros sinatra y mandaron al ingeniero T. J. O'Malley a un sitio donde había mucho espacio para hacer cosas raras llamado Cabo Cañaveral y le dijeron que le pusiera satélites a los cohetes, pero ya. Cómo sería la cosa que unos años atrás, haciendo memoria, T.J. recordó: "Teníamos un objetivo: lograr algo allá arriba lo más rápido posible”. Típico. Lo curioso es que por ese cabo había pasado Juan Ponce de León en 1513, cuando descubrió Florida buscando la fuente de la eterna juventud. Eso sí que es síntoma de ir falto de tiempo, sobre todo cuando tienes 53 años y te has pasado cuatro pueblos de tu esperanza de vida. O de impotencia. Síntoma de impotencia, quiero decir; porque “esperanza de impotencia” es un criterio que sólo usan algunos sociólogos portugueses cuando no están en su mejor momento. Y es que dicen que ese caballero buscaba la fuente para curarse de eso. Y visto así, es algo hermoso, porque ahí tenemos, por una vez, juntos los dos conceptos. Impotencia es necesitar mucho tiempo para ocupar suficiente espacio. Cuando la necesidad de tiempo tiende a infinito, hablamos de impotencia erigendi, y lo hablamos con el médico, si acaso. O con Pelé. Conviene aclarar que Ponce de León era de Valladolid. Pero vamos a lo que vamos.

¿Cómo habría sido el mundo si en vez de era espacial hubiéramos tenido era temporal? En principio, cabe suponer que habría menos gente que va a Yucatán y más gente que duerme siesta. Hay que entender que un mundo menos espacial y más temporal no es necesariamente un mundo más pequeño o menos espacioso. De la misma forma que, cuando lees anuncios de pisos, especial no suele querer decir mejor, sino que hace referencia más bien al hecho de haber un pilar en medio de un dormitorio de seis metros cuadrados. (Esto no tiene nada que ver, pero eso no lo hace menos desalentador.)