11/2/16

Extrañolito


El papa Inocencio IV, que era conde, podía hacer gala no solo de un nombre bonito, Sinibaldo, sino también de una mentalidad hierocrática, un guardarropa la mar de vistoso y unos prontos muy malos.

El 15 de mayo de 1252, poco antes del aperitivo y acaso inspirado por el aire casual wear de la mitra de brocado que llevaba en la cabeza, publicó la bula Ad extirpanda, que autorizaba a la Inquisición pontificia a torturar a los herejes “sin dañar el cuerpo o causar peligro de muerte”.

No mucho tiempo después, al regreso de un tonificante baño de masas en egipciaca silla gestatoria, reconfortado por el aire de dos flabelos de pluma y tal vez abandonado al peso simbólico de llevar el cráneo transformado en proyectil por una tiara no ya de dos coronas, como la de un sencillo faraón, sino de tres —la de papa, la de obispo y la de rey—, y embutidas las tres de piedras preciosas como huevos de archivero, se tomó cuatro mistelas y decretó que a los herejes relapsos —los reincidentes o reluctantes— se les dañara el cuerpo tanto como hiciera falta para hacerles perder totalmente la salud.

Qué peligro tiene cogerle gusto a las cosas cuando uno tiene mala sangre, presupuesto y mando en plaza. Porque no es lo mismo cogerle gusto a torturar herejes que cogérselo a Sofía Loren o a los sobaos pasiegos, que son dos logros formidables cuya única explicación es el uso de una tecnología extraterrestre muy superior a la humana, pero que no hacen daño a nadie. O sea, que no estamos solos en el universo, pero aquí sí.

El caso es que como hoy es el aniversario de la proclamación de la Primera República, me ha dado por pensar en lo importante que es no cogerle gusto a discutir por tonterías mientras te están dañando el cuerpo. Y nos lo están dañando; el cuerpo humano de mucha gente y el social de todos los que no ganamos cuando otros pierden. No por herejes ni por relapsos, sino por pobres y, sobre todo, por lelos, que hay que ver lo que aguantan estos lomos.

Si este país tuviera movilidad social, si tuviéramos costumbre de hacer las maletas y cambiar de sitio no acuciados por la miseria, sino impulsados por el noble afán de hacer algo más fructífero y la confianza en poder vivir de lo que hacemos, sería provechoso repartirnos proporcionalmente el territorio nacional entre las dos Extrañas. Un país para los que consideran que tener ancianos buscando en los contenedores es una pena y otro para los que consideramos que es una vergüenza. Un país para los que creen que meter en la cárcel a un titiritero a causa de su trabajo es justicia y otro para los que creemos que es tiranía.

A lo mejor así conjurábamos el maleficio y a nadie se le helaba el corazón. A lo mejor una Extraña dejaba de morirse y la otra de bostezar.

Ya falta poco para llegar a los años treinta del siglo XX. Y no hemos preparado nada serio para el cuarto centenario de Cervantes.

7/2/16

Tardanzas y gobernanzas


Quizá porque estuvimos en un tris de que se nos juntara la Inquisición con el foxtrot, en España “último grito” siempre sonó más a tortura que se le ha ido de las manos al verdugo que a vanguardia. Este era un país serio; aquí no se adoptaba nada nuevo si no venía avalado por una larga tradición. De hecho, prohibíamos todo lo que no ignorábamos. En general y por si acaso. Y si era francés, con más razón, que manda huevos la paradoja.

Así es Extraña. Pero de vez en cuando hacemos algo muy nuevo de repente, como la Transición. Se supone que, gracias a ella, en los cincuenta y tres años que llevo haciéndome pasar por mí mismo con cierto éxito he votado, si no me falla la memoria, en dos referéndums, siete elecciones europeas, nueve generales, ocho autonómicas y nueve municipales. No puedo decir que me haya divertido mucho en esas treinta y tres ocasiones —no he bailado ni bebido ni conocido a nadie—, pero se ve que he contribuido a consolidar cosas buenas como, por ejemplo, la costumbre de invitar a todo el mundo a ese tipo de eventos.

Cuando yo era niño la gran fiesta de la democracia era una costumbre extranjera, como cenar a la hora de la merienda o divorciarse, porque aquí la democracia era orgánica, que no quiere decir que se cultivara sin productos químicos, sino que no era democrática. A sus fiestas era difícil entrar si no eras un señor mayor con gesto de tener un destino en lo universal y chófer, o una señora mayor con cara de tener perlas aún mejores en casa. Todo quedaba en familia. En la familia de ellos, que tenían una casa con mucho servicio en un municipio que también era de ellos, como el sindicato al que tenía que afiliarse el chófer. Y, por encima de todo, el orden: lo que era importante para España se agrupaba en tríos, como Una, Grande y Libre; Mundo, Demonio y Carne; Familia, Municipio y Sindicato o Café, Copa y Puro; y las cosas de andar por casa iban en dúos, como Bobo y Pequeño, Manolo y Ramón o Vagos y Maleantes. Debía de ser porque tres juntos ya eran una reunión, y eso no se podía hacer así como así. Creo que todo el mundo se dio cuenta de que el Régimen tenía las horas contadas cuando en 1972 aparecieron en televisión Gaby, Fofó y Miliki gritando “¿cómo están ustedes?”. Dado que era un trío, nos pareció importante. Como venía de América nos sonó, más que a pregunta, a exclamación admonitoria: “¡cómo están ustedes!”. Y nos pusimos más en serio a hacer cosas para poder votar y divorciarnos y cenar a cualquier hora o lo que nos diera la gana.

Luego vinieron 30 años de votar bastante y hacer cada uno lo que podía para llegar a tener unos relojes muy caros que salían en los dominicales de los periódicos al lado del caviar como detalles normales de la vida de la gente. Hicimos cosas como nacer, estudiar, trabajar, estar en paro, robar y entrar en la OTAN. Después nos fuimos un poquito a la mierda. Y en eso estábamos cuando llegó 2016, un año que en numerología básica suma nueve, que es igual a cero, y no lo digo por desanimar.

Ahora el último grito es decir que lo primero es resolver los problemas de los ciudadanos, pero dando la impresión de que el mayor problema que tenemos los ciudadanos es no tener gobierno, como si nos quitara el sueño que al rey se le derrita Baqueira mientras espera un investido. Y como con Cortes variopintas los gobiernos no se montan como las estanterías de Ikea puede que ahora después tengamos que votar más, a ver si.

El caso es que a mí votar no me da pereza, que aun no siendo jaranero reconozco que una fiesta es una fiesta, pero que me gobiernen no es cosa que me vuelva loco. En cambio, la separación de poderes sí que me da ganas de levantarme de la cama, como a Montesquieu. Pero —será por tantos años de adhesión inquebrantable, será por tantos años de rodillo en la Carrera de San Jerónimo— el poder ejecutivo se nos vino arriba hace lustros, convirtiendo el panorama de la democracia representativa en un selfie del Rey Sol. Y eso no es.

Ya que tenemos el Congreso lleno de gente recién contratada, ¿no podrían ir quitando leyes feas y poniendo leyes bonitas? Aunque sea en los ratos libres que les dejen las ruedas de prensa y las entrevistas. Que para legislar no hace falta gobierno. Que ya hay proposiciones que discutir y votar. Y digo yo que no debo de ser el único que nota cómo el poder legislativo le emana de la soberanía y se le arremolina en las arrumbadas libertades.

Claro que a Montesquieu lo prohibieron hasta en Francia.