Quizá porque estuvimos en un tris de que
se nos juntara la Inquisición con el foxtrot,
en España “último grito”
siempre sonó más a tortura que se le ha ido de las manos al verdugo
que a vanguardia. Este era un país serio; aquí no se adoptaba nada
nuevo si no venía avalado por una larga tradición. De hecho,
prohibíamos todo lo que no ignorábamos. En general y por si acaso.
Y si era francés, con más razón, que manda huevos la paradoja.
Así es Extraña. Pero de vez en cuando
hacemos algo muy nuevo de repente, como la Transición. Se supone
que, gracias a ella, en los cincuenta y tres años que llevo
haciéndome pasar por mí mismo con cierto éxito he votado, si no me
falla la memoria, en dos referéndums, siete elecciones europeas,
nueve generales, ocho autonómicas y nueve municipales. No puedo
decir que me haya divertido mucho en esas treinta y tres ocasiones
—no he bailado ni bebido ni conocido a nadie—, pero se ve que he
contribuido a consolidar cosas buenas como, por ejemplo, la costumbre
de invitar a todo el mundo a ese tipo de eventos.
Cuando yo era niño la gran fiesta de la
democracia era una costumbre extranjera, como cenar a la hora de la
merienda o divorciarse, porque aquí la democracia era orgánica, que
no quiere decir que se cultivara sin productos químicos, sino que no
era democrática. A sus fiestas era difícil entrar si no eras un
señor mayor con gesto de tener un destino en lo universal y chófer,
o una señora mayor con cara de tener perlas aún mejores en casa.
Todo quedaba en familia. En la familia de ellos, que tenían una casa
con mucho servicio en un municipio que también era de ellos, como el
sindicato al que tenía que afiliarse el chófer. Y, por encima de
todo, el orden: lo que era importante para España se agrupaba en
tríos, como Una, Grande y Libre; Mundo, Demonio y Carne; Familia,
Municipio y Sindicato o Café, Copa y Puro; y las cosas de andar por
casa iban en dúos, como Bobo y Pequeño, Manolo y Ramón o Vagos y
Maleantes. Debía de ser porque tres juntos ya eran una reunión, y
eso no se podía hacer así como así. Creo que todo el mundo se dio
cuenta de que el Régimen tenía las horas contadas cuando en 1972
aparecieron en televisión Gaby, Fofó y Miliki gritando “¿cómo
están ustedes?”. Dado que era un trío, nos pareció importante.
Como venía de América nos sonó, más que a pregunta, a exclamación
admonitoria: “¡cómo están ustedes!”. Y nos pusimos más en
serio a hacer cosas para poder votar y divorciarnos y cenar a
cualquier hora o lo que nos diera la gana.
Luego vinieron 30 años de votar bastante
y hacer cada uno lo que podía para llegar a tener unos relojes muy
caros que salían en los dominicales de los periódicos al lado del
caviar como detalles normales de la vida de la gente. Hicimos cosas
como nacer, estudiar, trabajar, estar en paro, robar y entrar en la
OTAN. Después nos fuimos un poquito a la mierda. Y en eso estábamos
cuando llegó 2016, un año que en numerología básica suma nueve,
que es igual a cero, y no lo digo por desanimar.
Ahora el último grito es decir que lo
primero es resolver los problemas de los ciudadanos, pero dando la
impresión de que el mayor problema que tenemos los ciudadanos es no
tener gobierno, como si nos quitara el sueño que al rey se le
derrita Baqueira mientras espera un investido. Y como con Cortes
variopintas los gobiernos no se montan como las estanterías de Ikea
puede que ahora después tengamos que votar más, a ver si.
El caso es que a mí votar no me da
pereza, que aun no siendo jaranero reconozco que una fiesta es una
fiesta, pero que me gobiernen no es cosa que me vuelva loco. En
cambio, la separación de poderes sí que me da ganas de levantarme
de la cama, como a Montesquieu. Pero —será por tantos años de
adhesión inquebrantable, será por tantos años de rodillo en la
Carrera de San Jerónimo— el poder ejecutivo se nos vino arriba
hace lustros, convirtiendo el panorama de la democracia
representativa en un selfie del Rey Sol. Y eso no es.
Ya que tenemos el Congreso lleno de gente
recién contratada, ¿no podrían ir quitando leyes feas y poniendo
leyes bonitas? Aunque sea en los ratos libres que les dejen las
ruedas de prensa y las entrevistas. Que para legislar no hace falta
gobierno. Que ya hay proposiciones que discutir y votar. Y digo yo
que no debo de ser el único que nota cómo el poder legislativo le
emana de la soberanía y se le arremolina en las arrumbadas
libertades.
Claro que a Montesquieu lo prohibieron
hasta en Francia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario