El papa Inocencio IV, que era conde,
podía hacer gala no solo de un nombre bonito, Sinibaldo, sino
también de una mentalidad hierocrática, un guardarropa la mar de
vistoso y unos prontos muy malos.
El
15 de mayo de 1252, poco antes del aperitivo y acaso inspirado por el
aire casual
wear
de la mitra de brocado que llevaba en la cabeza, publicó la bula Ad
extirpanda,
que autorizaba a la Inquisición pontificia a torturar a los herejes
“sin dañar el
cuerpo o causar peligro de muerte”.
No mucho tiempo después, al regreso de
un tonificante baño de masas en egipciaca silla gestatoria,
reconfortado por el aire de dos flabelos de pluma y tal vez
abandonado al peso simbólico de llevar el cráneo transformado en
proyectil por una tiara no ya de dos coronas, como la de un sencillo
faraón, sino de tres —la de papa, la de obispo y la de rey—, y
embutidas las tres de piedras preciosas como huevos de archivero, se
tomó cuatro mistelas y decretó que a los herejes relapsos —los
reincidentes o reluctantes— se les dañara el cuerpo tanto como
hiciera falta para hacerles perder totalmente la salud.
Qué peligro tiene cogerle gusto a las
cosas cuando uno tiene mala sangre, presupuesto y mando en plaza.
Porque no es lo mismo cogerle gusto a torturar herejes que cogérselo
a Sofía Loren o a los sobaos pasiegos, que son dos logros
formidables cuya única explicación es el uso de una tecnología
extraterrestre muy superior a la humana, pero que no hacen daño a
nadie. O sea, que no estamos solos en el universo, pero aquí sí.
El caso es que como hoy es el aniversario
de la proclamación de la Primera República, me ha dado por pensar
en lo importante que es no cogerle gusto a discutir por tonterías
mientras te están dañando el cuerpo. Y nos lo están dañando; el
cuerpo humano de mucha gente y el social de todos los que no ganamos
cuando otros pierden. No por herejes ni por relapsos, sino por pobres
y, sobre todo, por lelos, que hay que ver lo que aguantan estos
lomos.
Si este país tuviera movilidad social,
si tuviéramos costumbre de hacer las maletas y cambiar de sitio no
acuciados por la miseria, sino impulsados por el noble afán de hacer
algo más fructífero y la confianza en poder vivir de lo que
hacemos, sería provechoso repartirnos proporcionalmente el
territorio nacional entre las dos Extrañas. Un país para los que
consideran que tener ancianos buscando en los contenedores es una
pena y otro para los que consideramos que es una vergüenza. Un país
para los que creen que meter en la cárcel a un titiritero a causa de
su trabajo es justicia y otro para los que creemos que es tiranía.
A lo mejor así conjurábamos el
maleficio y a nadie se le helaba el corazón. A lo mejor una Extraña
dejaba de morirse y la otra de bostezar.
Ya falta poco para llegar a los años
treinta del siglo XX. Y no hemos preparado nada serio para el cuarto
centenario de Cervantes.
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