4/7/20

El dueño de La Razón produce monstruos

Se conservan tres portadas manuscritas del grabado número 43 de los Caprichos de Goya. La que guarda la Biblioteca Nacional reza: «Cuando los hombres no oyen el grito de la razón, todo se vuelve visiones». La obra se publicó en 1799. Y parece que fue ayer, porque en España puede pasar cualquier cosa, salvo el tiempo.

La prensa española de entonces estaba en un mal momento. Uno de tantos. Como la Revolución Francesa había dado miedo a la gente de carroza, espadín y tafetán, entre 1791 y 1795 Carlos IV y el conde de Floridablanca mantuvieron prohibidos todos los periódicos no oficiales. Se ve que tanta ilustración les había hecho bola y la vigente censura eclesiástica les pareció poco. El caso es que lo de escribir y editar noticias y opiniones no recuperó vida hasta la guerra de 1808.

De aquel tiempo viene la expresión «mentir más que la gaceta», por la Gaceta de Madrid, vetusta madre del Boletín Oficial del Estado, porque inventarse cosas e imprimirlas como si fueran noticias ya se hacía muy bien entonces. Y esa y otras labores siguen teniendo sitio en la prensa española. Así, por ejemplo, llamar información a la opinión todavía es costumbre, si no modus operandi, de muchas cabeceras, tanto en la corte como fuera de ella. Tampoco ha cambiado mucho el arte de hacer libelos, aunque se lleve poco esa palabra porque huele a baúl lleno de conspiraciones y exilios. Y todavía se forjan a fuego las verjas del debate público, para que el lector crea que lo que le pasa es lo que se dice que pasa, no lo que le está pasando. Ahora a esa concienzuda labor se la llama agenda setting, que suena más a inocua gestión del tiempo que a manipulación y desarticulación política. Pero mona se queda.

Gran parte de este añejo desarreglo —que forma parte del lado malo del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad como la rumba forma parte del bueno— se debe a que demasiadas cosas tienen pocos dueños. Propietarios de cabeceras, imprentas, servidores y paquetes de acciones se convierten en amos de conciencias, porque las pesetillas siempre mandan, aunque en tiempos de Goya se llamaran reales y ahora euros. Y como tener es más de la mitad de poder, esos pocos dueños y sus pachás trasforman la voluntad de informar en máquina de conformar. Después, nadando como anguilas en el cieno del sesgo cognitivo de confirmación —que nos hace confiar más en la veracidad de las noticias que coinciden con nuestras creencias—, las máquinas de conformar se convierten en aparatos de performar. Y en ese punto los medios reaccionarios demuestran que las leyes de la termodinámica no se aplican al periodismo: la realidad se crea y se destruye para que no se transforme.

Así, el dueño de La Razón produce monstruos. Como los de OKdiario, ABC, El Mundo o El Español. Y, ya sin dolerle prendas, también el de El País. Vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres; por el monte, las sardinas. Tralará. 

Cualquiera que haya leído novelas o visto películas de detectives sabe que siempre hay que averiguar quién sale ganando con el crimen. Pues cuando todo se vuelve visiones hay que preguntarse quién gana gritando más que la razón. Y al seguir el rastro hasta las opulentas guaridas de los alevosos suele resultar que allí no huele a tinta, sino a dinero, alfombra mullida y pólvora. 

Elegir periódicos sin más dueño que sus lectores y trabajadores es una buena manera de ventilar y recuperar el olor a información y a dato contrastado, que es un aroma más acorde con la vida, la democracia y el buen gusto. Pero más acá de la prensa y los perfumes hay una gran pregunta que conviene hacerse sobreponiéndose a la confusa galbana de la pandemia y los calores: ¿soy dueño de mi razón olos memes de Facebook ya han reducido mi juicio a la condición de mero compostador de bulos y filfas? Yo me lo pregunto siempre que puedo, porque tengo la impresión de que este mundo está tan necesitado de lectores juiciosos y avispados como de prensa libre. 

El anuncio de la «colección de estampas de asuntos caprichosos de Goya» publicado en la Gaceta de Madrid en 1799 dice que el propósito del autor era censurar los errores y vicios humanos ridiculizando «extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil», así como «preocupaciones y embustes vulgares, autorizados por la costumbre, la ignorancia o el interés». 

Aun tenemos mucho de eso en la patria y en la mente, «obscurecida y confusa por la falta de ilustración o acalorada con el desenfreno de las pasiones». Tanto seguimos teniendo que, dos siglos después, la razón vuelve a dar visibles cabezadas.

Goya tardó veinticinco años en exiliarse voluntariamente en Burdeos porque tenía la impresión de oler a liberal. Llevaba a cuestas sus monstruos. Y para entonces el impresentable de Fernando VII ya había cerrado periódicos y universidades.

Decía Gramsci que la historia enseña, pero no tiene alumnos. A ver si nos ponemos y, entre todos, le quitamos la razón.