18/4/13

Rajoy no puede ser un gran día; plantéatelo así

A veces pienso que lo mejor sería exiliarme, pero como no hablo francés y todavía no me persiguen por mis ideas políticas, sino por no ser un banco suizo, me conformo con hacer una fideuá de calamares y regar la planta del dinero. Con agua, se entiende.

De todas las cosas que aprendí cuando Alaska aún no le encargaba los sujetadores a Calatrava, la que dejó una huella más profunda en mi formación moral fue el modo correcto de diluir el Nesquik para evitar los grumos. Todo lo que vino después no hizo más que reafirmarme en la idea de que en la vida casi todo es un tira y afloja de dos ingredientes que tienen intereses dispares.

Puedes negociar, convertirte en Jack el Destripador o retirarte a tus aposentos. Puedes ir más allá de la engañosa dualidad, en busca del Tao o de cualquier otro chino abierto. Puedes emprender el camino de regreso a Rebis, el hermafrodita original que miraba a Dios a la cara, si tienes un seguro médico privado que cubra la transmutación en la clínica Mayo. Pero siempre acabarás dándote de bruces con Hegel. Y, si no espabilas, te comerás los grumos. La dialéctica no perdona.

Ahora bien: ¿por qué resulta a veces tan difícil saber quién es quién, quién tira y quién afloja, de qué tiran, qué aflojan y, sobre todo, qué quieren y por qué hacen tanto ruido a la hora de la siesta? Para responder a tales cuestiones hay que remontar el curso del tiempo, adoptar un punto de vista ecléctico y echarle mucho morro. Se hace así:

La historia de la cultura académica es el trágico relato de un intento enternecedor: el de no parecer monos. Enternecedor como el afán infantil de tocar la luna con la mano. Trágico por lo que tiene de rebelión contra un destino irreversible.

Al fino córtex cerebral que reviste nuestros sesos —esa especie de preservativo XXL diseñado por Óscar Mayer y comercializado por Punset— le encanta inventar maneras de complicarse la vida. Y todo lo hace para huir del mono. Como si eso fuera posible. Como si fuera deseable. Pero no. Deseables pueden ser un buen gin-tonic o la fraternidad universal; no huir de lo que somos.

Si no consigues que el mono y el lector que llevas dentro trabajen en equipo, acabas haciendo cosas chungas como reírte poco, hacer listas de sospechosos, despreciar al que no ha leído a Schopenhauer, pegar a la gente, encerrarte en el baño para beber mucho vodka en poco tiempo, intentar despiojar al consejero delegado en una junta de accionistas o escribir La vida sale al encuentro. O sea: mal.

En cambio, cuando consigues que tu lector y tu mono se digan por teléfono eso de "cuelga tú", "no, cuelga tú", "no, tú, venga", te pasan cosas buenas como, por ejemplo, salir del armario, escribir un buen poema, alcanzar orgasmos más intensos, practicar la desobediencia civil, regalar al mundo una vacuna, decir no a un soborno o llorar de risa.

Conozco gente que ha salido del armario. Conozco gente que solo sale del armario de noche para estirar las piernas. Conozco a una persona que salió del armario y volvió a entrar de repente. Eso es un tema muy personal. Pero hay más. Hay gente que no se decide a salir de otros muebles.

El caso más raro que conozco es el de Rajoy. Ese señor tiene cara de no decidirse a salir del bargueño. Y es porque la dialéctica le ha hecho bola. Es como si su mono leyera a Menéndez Pelayo y su lector hurgara en los decretos con un palo para sacar termitas y comérselas. Y claro, el alma le hace extraños.

Daría igual si no fuera porque el bargueño donde vive es patrimonio nacional.

En fin.

Si Mariano Rajoy tuviera una cita con Angela Merkel en Hendaya, llegaría dos horas antes.

Es que ni eso.