24/9/12

#YoPromuevo25s

Hay fechas de muchos sabores. Y el 25 de septiembre sabe a democracia y a país sin rey.

Un 25 de septiembre, el de 1789, el Congreso de los Estados Unidos de América propuso formalmente la Carta de Derechos, un paquete de diez enmiendas a la Constitución que limitaban el poder del gobierno federal y explicitaban libertades fundamentales.

Libertades...

Al enumerarlas en estos tiempos de decretazos, antidisturbios sin identificar e imputaciones arbitrarias, se deshacen en la boca como un caramelo de miel de los de antes: libertad de expresión, de reunión y de imprenta; libertad religiosa, de petición y de asociación; derecho a no sufrir registros e incautaciones sin fundamento razonable y a no ser sometido a castigos crueles; derecho a no autoinculparse, al debido proceso, y a un juicio rápido e imparcial.

Además, la Carta de Derechos americana reconocía al pueblo como detentador de todos los derechos no citados en la Constitución y del poder no delegado en el gobierno.

También fue un 25 de septiembre, el de 1808, cuando se constituyó en España la Junta Suprema, que asumió los poderes legislativo y ejecutivo en ausencia de un pérfido imbécil llamado Fernando VII, bajo la ocupación francesa. Cuatro años después, las Cortes de Cádiz proclamaron La Pepa: la tercera constitución de la historia. Una constitución liberal, de los tiempos en que lo liberal era de agradecer.

Y también será un 25 de septiembre, mañana, cuando muchos ciudadanos se reúnan en Madrid dispuestos a rodear pacíficamente el Congreso y mantenerlo simbólicamente cercado por tiempo indefinido.

Sólo es un gesto. Pero se parece mucho más a un paso que la crítica inmóvil.

Cuando una constitución se convierte en papel mojado y los detentadores del poder no tienen necesidad de secarlo, sólo cabe una masiva movilización ciudadana capaz de erigirse de forma ordenada y participativa en poder constituyente.

1.300 efectivos de seguridad para proteger las Cortes de unos ciudadanos que no plantean ni promueven ninguna injerencia en su normal funcionamiento, la criminalización verbal y el hostigamiento policial y judicial a los organizadores, y la coincidencia de los dos partidos mayoritarios en contra de la iniciativa me bastan para adherirme al plan.

Lo de mañana saldrá como salga. Pero sabe a ciudadanos dispuestos a recuperar la soberanía. Y eso basta en un país que, a fuerza de miedo, está perdiendo el paladar.

Ocupa el Congreso. Y salga el sol por Antequera.

9/9/12

De Extraña vengo, de Extraña soy

Y mi cara serrana lo va diciendo, yo he nacido en Extraña, por donde voy.

La Penísula Ibérica se parece mucho a una señora de perfil que mira hacia Nueva York. Es una dama de nariz griega, barbilla puntiaguda y cara ancha que lleva una coleta pequeña y baja. Y yo vivo en la punta de ese apéndice capilar, mirando ora hacia Tarragona ora hacia Ibiza. O sea, que mi tierra y yo no miramos para el mismo lado. Pero eso es costumbre aquí.

Hace tres siglos, mientras se expatriaba a los moriscos desde puertos de levante —y se les obligaba a pagar el pasaje para plazas norteafricanas donde los recibirían a pedradas— buena parte de Extraña miraba hacia Madrid para saber cuánto dinero iba a ganar o perder con la expulsión de más de 300.000 vecinos.

Hace dos meses, mientras ardía Valencia —la extensión de 50.000 campos de fútbol— buena parte de Extraña miraba hacia Ucrania, porque allí estaba La Roja dándole patadas a una pelota para llevarse 300.000 euros por barba.

Y así todo el rato.

Digan lo que digan, la educación cumple con su cometido. Siempre han querido enseñarnos a mirar lo que no es, y hemos aprendido la lección. Aunque el prestidigitador sea torpe, fijamos la vista en la mano que distrae, no en la que escamotea.

Miramos el arte, no la rectitud; el beneficio, no el derecho; el piso, no la hipoteca; la novedad antes que la utilidad; el emisor antes que el mensaje; el Marca en lugar del BOE; los cojones, no la razón.

A los de mi generación ya no nos hacían la foto de escuela peinados al agua, con el plumier de madera y el mapa detrás, pero salimos igual de tontos. Porque mucho tiempo antes de Franco y treinta y siete años después de su muerte Extraña era y sigue siendo una unidad de destino en lo transversal: en lo que no es, en lo que parece, en lo que se dice por ahí, en lo que fue, en lo que ya veremos, en lo que depende.

Yo creo que esto era así incluso cuando la señora del mapa no miraba hacia Nueva York, sino hacia un sitio habitado por los indios Lenape, que, por cierto, en 1626, mientras le vendían a Peter Minuit la isla de Manhattan tenían los ojos puestos en lo que le iban a sacar a los holandeses, no en su futuro. Hoy sus descendientes tienen un par de casinos de chichinabo, pero siguen en pleitos con el estado de Pennsylvania por unas ventas de terrenos que se hicieron en 1737.

Sheldon Adelson, el promotor de Eurovegas, que también tiene casinos, no es indio, sino judío. Se tiñe el pelo, no corta cabelleras. Es más sospechoso de comprar políticos que de vender islas. Y prefiere los jets privados a los sindicatos. Pero todo eso es transversal a lo que verdaderamente importa. Hoy toda Extraña está en venta, y lo que sacamos los de a pie, que somos los propietarios, es pagar los gastos de notario y registro y perder terreno. Punto.

Así las cosas, si preferimos mirarle el placer a una edil de los montes de Toledo a ver cómo baja la cotización de nuestros derechos en las páginas salmón de la dignidad colectiva, nos merecemos una matrícula de honor, que Wert nos de un beso de tornillo y que nos corte el pelo el estilista de Esperanza Aguirre.

Me duele Extraña. Y cuando me arranco con una copla, al acento gitano de mi canción toman vida las flores de mi mantón.

4/9/12

Hagamos cosas malas

Nosotros, el pueblo, somos posibilistas y sanchicos, porque una cebolla alimenta más que una corona de laurel y no podemos costearnos una epopeya más que en ocasiones señaladas.

Por eso las causas perdidas, con su tufo a ciega obstinación, son tan del gusto de la épica popular, más dada al monosílabo que al silogismo y más afín a la sangre que a la tinta. Es natural que quien siempre pierde encuentre un modo de enaltecer la derrota.

Curiosamente, también la retórica cortesana, más proclive al circunloquio que al aserto y más amiga de la cifra que de los hechos, se aferra a las causas perdidas cuando le huele el culo a pólvora. Será porque todos somos nietos de la misma mona.

Pero la Gran Estafa ha dado a luz un género insólito, de inconfundible estilo europeo. Consiste en ser abogado de los efectos perdidos. Y es lo más.

Basta negar las causas, pasar por alto las evidencias, esgrimir unas tijeras y —esto es lo más importante— presentar las metas como logros, para estar en condiciones de presidir gobiernos y bancos centrales.

Aristóteles —ese ikea de los conceptos nacido en la próspera Grecia— sufriría un ictus si tuviera noticia de este discurso dominante, lleno de causas sin efecto y efectos sin causa. Nos quejábamos de que no se ponía dinero para aplicar la Ley de Dependencia y resulta que la Ley de Causa y Efecto lleva dos mil trescientos años sin presupuesto.

Esa gente tiene menos gusto que vergüenza. El nuevo arte de los efectos perdidos requiere tanta ciega obstinación como las causas perdidas, pero no produce leyendas ni otras cosas estéticas y gratuitas para disfrute de todos, sino rentas para un puñado de malos y de tontos a los que les gustan las cosas malas, como por ejemplo los bancos malos.

Y digo yo que si el banco malo es una solución tan buena para el sindiós de los balances, el plan servirá para más cosas. Cosas malas en general.

Por ejemplo, se podría montar en todas las capitales de provincia un restaurante malo donde vayan a parar todas las comidas chungas: ensaladillas con salmonela, sopas con mosca, boquerones con anisakis y demás. Todo muy barato, eso sí.

También se podría trasladar a un hospital malo a todos los cirujanos con tendencia a dejarse el tabaco entre las vísceras del paciente, a los anestesistas mengueles y a los enfermeros con hepatitis B. Allí podrían ir a parar también los medicamentos caducados y los sistemas de aire acondicionado con legionela.

Y, ya puestos, un partido malo. Es fácil: sacamos de todos los partidos de ahora a los necios, los corruptos, los mentirosos, los trepas y los ignorantes, y los juntamos en el partido malo. Y si el partido malo gana las elecciones —que viendo con qué soltura volvemos a votar a gente que hace aeropuertos peatonales y colecciona billetes pequeños, es más que posible—, que forme un gobierno malo en un país malo. En ese país malo podemos poner cosas como las curvas peligrosas, los vertidos tóxicos, las bombas, el senado y la bollería industrial. Y así.

De momento, todo apunta a que vamos a tener un euro malo. Y como no lo acepten en el restaurante malo, habrá que gastárselo en una epopeya, con acampadas, asambleas, barricadas, ocupaciones, cortes constituyentes y lo que haga falta.

Si lo hacemos bien, esta vez no será una causa perdida, sino un efecto encontrado, porque es lo que tiene el pueblo, que cuando lo buscas te lo acabas encontrando.

Viva la Pepa.