26/4/15

Bastante casi


Miedo me dan esas personas que nunca son muy, que todo lo encuentran bastante, que nuncan pasan de casi. Especialmente si usan diminutivos acabados en e.

Me pregunto qué fueron en sus vidas anteriores: ¿bufanda gris, infusión de manzanilla, figurita de Lladró? ¿Qué han hecho con su karma para estar tan flojos? ¿Están vivos o se están viviendo encima? Y, sobre todo: ¿van a votar opciones moderadas?

No digo yo que sea imprescindible haber sido faraón o Marie Curie. Una regresión hipnótica te puede quedar supermona con haber sido campesino búlgaro bajo el dominio otomano, o corista en el Teatro Chino de Manolita Chen. Yo, sin ir más lejos, fui mosca y ministro de Franco, aunque no simultáneamente. Pero, atención, hay que esforzarse un poco ahora para que la vida quede curiosa luego, cuando la recuerde otro. Y eso pasa por ser a veces contundente, exagerado o excesivo. No hay nada malo en ello; exacerbar de vez en cuando es saludable. Y se puede hacer mucho bien a la humanidad siendo gallardo, tajante y lenguaraz, profiriendo juicios procaces, abismándose en la efusión emotiva o en la sobreactuación trágica, haciendo el payaso o magnificando un comino.

Pero no. El mundo moderno —la vieja Europa y las viejas nuevas europas— es tan cursi como cruel. El estólido batiburrillo de máximas de Krishnamurty, fotos de postres, suicidios por desahucio, adorables gatitos, naufragios ignominiosos y outlets de marca que asola los mentideros digitales es mal signo. Es vida al tuntún. Óptimo sustrato para la proliferación de lo mediano. Perfecta puesta en escena para la decadencia de un mundo en el que decir crimen y culete en una misma frase con faltas de concordancia ha llegado a ser normal.

Se muere el padre de un amigo y pones un me gusta. Oyes decir “resultó bastante ileso” y ni te ríes. Te sodomizan sin preguntar y lo encuentras un poco fuerte. Porque todo es tan como si que qué más da.

Puede que una vez más nos estemos volviendo idiotas.

La otra noche, aprovechando un corte publicitario, fui a la cocina a tomarme una pastilla que tomo para que me guste Facebook, y, tabique por medio, creí oír en un anuncio algo distinto. Por fin algo rudo, sin poquedumbre ni medias tintas. Una frase acerada, con navaja en la liga, de las que se mastican mirando a los ojos sin parpadear, a lo Callahan, o más bien a lo Carmina: “Te voy a dar una leche que se te va a fijar el calcio en los huesos”.

Por un momento me flaqueó el sentimiento trágico de la vida. Me sentí reconciliado con la cultura popular y abrigué la esperanza de ver mear fuera del tiesto al hombre nuevo. Por un instante recuperé la fe en la capacidad regenerativa de la especie.

Pero no. Tampoco. Lo había entendido mal. El anuncio dice algo normalito sobre una leche de esas enriquecida con tantas cosas que apenas lleva leche. Una frase tan corriente que ni siquiera es muy mediocre. Una frase bastante casi.

Así que nada, no hay esperanza.

Es un poco terrible.

30/1/15

Yo eras así


El narcisismo bien entendido empieza por uno mismo.
FERNANDO WULFF



Lo mío conmigo parecía que iba a durar toda la vida. Bueno, hay quien pensó que solo era una aventura, un aquí te pillo aquí te mato, un revolcón; pero yo estaba convencido de que había algo más y era bonito.

No digo yo que bebiera los vientos por mí —no había ceguera—, pero cierto es que me quise y me respeté cuanto podía un cabeza de chorlito.

Luego, un día, o más bien poco a poco, de muchas noches a muchas mañanas, empecé a encontrarme defectos. Ya no me hacía tanta gracia que se me durmiera un brazo en la cama. De repente me veía piel de pollo en el dorso de una mano. Una tarde me oía rematar mal una oración subordinada, con una dejadez de la sintaxis que auguraba otros derivados de la miseria intelectual y graduales mermas de la gracia. Otra tarde no se me ocurría nada que pensar y me estallaba en la cara uno de esos silencios que no saben dónde mirar que no haya ojos.

Un domingo, sin necesidad, me administré palabras de agua oxigenada en una duda abierta.

Y un día me mandé a la mierda sin el menor atisbo de ternura.

Estuve un tiempo sin hablarme. Me echaba de menos, pero no sabía si era peor no saber nada de mí o enterarme de cosas que no quería saber. Por unas o por otras tardé mucho en coincidir, darme la mano y preguntarme cómo estaba.

Cuánto tiempo sin verme.

Y el caso es que sin esfuerzo, con la descorazonada naturalidad de quien asa un cordero lechal que no ha matado personalmente, me acostumbré a tener conmigo una relación civilizada.

La vida ha seguido. Ya no hay amor, ni encuentra butaca la amistad, pero me deseo lo mejor. Y al fin no me incomodo.

Creo que estoy cerca de poder rehacer mi vida, sin lastres que ya no importan a nadie. Lo pasado, pasado. Sin rencor.

Aunque me haya comportado como un verdadero hijo de la gran puta.

27/1/15

Tengo mis dudas sobre la materia


Las cosas hechas con átomos complican mucho la vida. Tienden a caerse y se enredan mucho en todas partes. Además algunas gotean y otras pesan más de lo que una pereza cultivada puede asumir sin riesgo.

Las perchas, por ejemplo. Si su sino ineludible es sujetar la chaqueta colgando de la barra, ¿a qué viene cuando las coges ese afán de engancharse a todo, de pescar ojales ajenos con el garfio y extender el caos por el armario? ¿Es jugueteo? ¿Es protesta? ¿Es populismo? En cualquier caso es agotador.

Es como lo de Eróstrato, el pastor de Éfeso que el 21 de julio del año 356 antes de nuestra era incendió el templo de Artemisa para hacerse notar. Vale, aquello era una de las siete maravillas del mundo, no una camisa de Zara. Era otra cosa, pero no enteramente otra, porque ¿cómo no vislumbrar erostratismo en la actitud de las perchas, las cremalleras de las maletas, los sacacorchos, las mangueras, los carritos de supermercado? Tal vez no buscan fama a cualquier precio, pero algo traman. Y eso no es propio de moléculas ordenaditas y sujetas al concierto cósmico. Cada vez que pugno por arrebatar el faldón de la camisa que acabo de ponerme de las fauces de la cremallera del pantalón siento cómo la metafísica me echa el aliento en el cogote. Y encima llego tarde.

Sé que mis raptos de ira y abatimiento cuando las perchas o los cables están ganando la batalla denotan un resabio antropocentrista y un principio de manía persecutoria que no hacen justicia a mi reputación de hombre juicioso, pero es que no puedo con eso. Vale que te lleve la contraria algo con alma, algo con pelo y manías, algo sin toma de corriente ni precio. Hasta se agradece. Pero es un abuso que un palo con un ganchito te arroje a la cara toda tu insignificancia e ilumine la insondable soledad en que has levantado tu frágil choza personal con trocitos de angustia pintados de colores y virutas de certeza pegadas con lágrimas a hormonas disfrazadas de palabras. Sobre todo si has madrugado bastante para llegar a tiempo a un sitio donde tienes que hacerte pasar por listo y capaz de algo.

Sospecho que evitar meticulosamente el trato con cosas es la clave del liderazgo. No hay nada mejor para la autoestima que delegar los asuntos de la materia. Por eso a Luis XIV le limpiaba el culo un duque, y a las personas que tienen jerséis que no hacen bolitas y ordenan transferencias bancarias de pequeños principados montañosos a pequeños países tropicales les abren las puertas, les cuelgan las chaquetas y les quitan los pobres de delante con una porra.

Yo, como no soy de liderar nada, no pretendo escurrir el bulto. Ya me ocupo yo. Pero sí agradecería estar en condiciones de contratar fijo a un filósofo para que me ayudara a arrostrar la angustia cuando tengo que desatar el nudo ciego de un zapato para quitármelo y dormir. Y eso lo veo lejano.

Naces solo, te enfrentas solo a las perchas y mueres solo. Esa es la verdad de la vida. Y si puedes contratar al filósofo por horas, ya puedes darte con un canto en los dientes. Pero date tú, que nadie lo hará por ti.