22/1/12

Quién sabe lo que le depara el pasado

Una mala tarde la tiene cualquiera. Un siglo malo sólo puede tenerlo el mundo. El siglo III, por ejemplo, fue una birria en casi todos los sentidos y en casi todo el mundo civilizado. Salvo las termas de Caracalla y la aproximación al número π de Liu-Hui, casi todo salió mal o regular. Y eso mirando la historia con buenos ojos, porque a Caracalla las termas le quedaron monumentales, pero se salieron tanto de presupuesto que tuvo que devaluar la moneda y montó una inflación igual de grandiosa o más. Y mientras, en China, Liu-Hui llegó a la conclusión de que el número π tenía un valor de 3,141014, lo cual no estuvo mal pero tampoco es para tirar cohetes. Parece que en aquel tiempo todo tendía a perder valor, menos el coste de las obras. Y la cosa se puso tan fea que el emperador Aureliano intentó arreglar el sistema monetario romano y volver a tener un denario de verdad, pero la galga le salió capada. En el instante en que unos guardias pretorianos lo cosieron a puñaladas, el denario de plata contenía menos plata que el cuerpo del propio emperador. Con escoltas y economías así quién necesita enemigos.

En siglos malos pasan cosas como que la clase media se hunde, y eso le gusta mucho a los historiadores. Es natural: si te vas a tirar las horas muertas en una biblioteca reconstruyendo el pasado con una pierna dormida, no vas a elegir como tema una tontería. Lo único que puede compensarte por la vida social que pierdes y las dioptrías que ganas es estudiar algo grande, como el momento en que la corrupción del sistema político-militar romano alcanzó el punto de ebullición y se juntó con el estallido de la burbuja de la expansión territorial del imperio, produciendo una gran crisis financiera y monetaria que redujo el comercio hasta casi el colapso e hizo que muchos ciudadanos libres que vivían de su trabajo y de pequeños negocios se marcharan al campo para huir de la creciente presión fiscal, el alza constante de los precios y la bajada de los ingresos, y se convirtieran en colonos en régimen de servidumbre, adscritos a la tierra y, a través de ella, a un señor. No hay color: eso sí que es un temazo. Sobre todo cuando te enteras de que Aureliano, el de las monedas malas, fue el mismo que levantó las primeras murallas de Roma. Porque es un ejemplo estupendo de cómo cuanto menos valor tienen las personas más miedo tienen y más quietas acaban quedándose. Y nunca falta un abusón que levante muros muy altos, aunque la gente no sepa si le da más miedo lo que pueda venir de fuera o lo de estar encerrada con ese señor y su guardia pretoriana.

Me pregunto cómo verán los historiadores del futuro este siglo XXI. Imagino que les encantará estudiar cómo los que éramos de clase media nos fuimos por el desagüe de la historia cuando la corrupción del sistema político y bancario alcanzó el punto de ebullición y se juntó con el estallido de la burbuja inmobiliaria produciendo una gran crisis financiera que redujo el comercio hasta casi el colapso e hizo que muchos ciudadanos libres que vivían de su trabajo y de pequeños negocios no tuvieran dónde meterse para huir de la falta de empleo, la creciente presión fiscal, el alza constante de los precios y la bajada de los ingresos, y se convirtieran en morosos en régimen de servidumbre, adscritos por una hipoteca a una casa sin valor y, a través de ella, a un señor llamado banco o caja de ahorros.

La historia es un déjà vu permanente. Cuando leo que Aureliano, el de las monedas malas, ató a un carro con cadenas de oro a la reina de Palmira, Zenobia, y la obligó a tirar de él por toda Roma en plena quiebra del imperio, no puedo evitar pensar en rotondas monumentales y aeropuertos sin aviones junto a colegios con goteras.

En cuanto alguien se deja abierta la puerta de la codicia, en el devenir de la historia se organizan muchas corrientes y la clase media pierde la salud. Espero que esta vez, al menos, no pierda la memoria.

18/1/12

Futuro Interior Bruto

De unos años a esta parte, fabricamos menos porvenir. Se habla poco de ello porque los economistas no miden el Futuro Interior Bruto.

Cuando yo era un niño, en los 60 y primeros 70, sabíamos a ciencia cierta que a no mucho tardar nos alimentaríamos con pastillas y gelatinas de colores, vestidos con esquijamas blancos y rodeados de cohetes y de solícitos robots que quitarían las pelusas por nosotros. Lo sabíamos por la televisión y por las películas, pero sobre todo porque estaba clarísimo. Lo más preocupante era que a lo mejor en un futuro muy lejano todo el mundo tenía la nariz muy chata a consecuencia de la polución atmosférica. También sabíamos que el día menos pensado nos podían hacer pavesas con una bomba atómica, pero tampoco era cosa de ponerse en lo peor.

Uno podía pensar en el mañana con la idea de que mucho se tenía que torcer la tarde para no ir a mejor. Eso era porque el porvenir estaba más o menos al alcance de todos. Y si estaba tan barato era porque se producía en grandes cantidades. Los españoles teníamos futuro hecho en España, que en general estaba bien pero era de talla única y un poco áspero. Por eso importábamos mucho, sobre todo de Estados Unidos. Y si aquí no nos llegaba ni para futuro nos íbamos a otra parte, a países como Alemania y Suiza, para cobrar más y labrarnos un porvenir. O algo. Como ahora.

En realidad, el futuro no se fabrica: se segrega, como la baba, y su volumen es inversamente proporcional a la cantidad de miedo y/o desilusión de la persona o el grupo que lo produce. Cuanto más confias en ti y en lo tuyo, más futuro haces, y viceversa. Ahora, con la crisis, hay escasez y el precio del mañana no para de subir. Cada vez son menos los que pueden costearse un futuro bonito, y la mayoría usamos uno comprado en el chino, que aprieta bastante y hace bolitas en cuanto dejas volar la imaginación. En el pecho, donde va la marca, no pone “futuro”, pone “fuduro”, pero es lo que hay. Peor es vivir de recuerdos, a juzgar por lo poco que venden los chamarileros.

Yo hace tiempo que me compro las camisas de segunda mano, en un mercadillo de cosas viejas. Son camisas buenas, pero baratas, muy baratas. A mí no me duelen prendas. Soy partidario de las cuatro erres: reciclo, reparo, reduzco y reutilizo. Y creo que uno puede ir al porvenir vestido como quiera. Pero algunos días no puedo evitar pensar que estoy afrontando mi futuro enfundado en el pasado de alguien que le quitó a su porvenir los celofanes, los papelitos de seda, los alfileres y los cartoncillos en un presente lleno de promesas y de renta disponible. Y me fastidia, la verdad. Porque la pobreza que se nos viene encima es mentira. Y los embaucadores que la fabrican, que son socios de los que nos meten el miedo, son los mismos que inventaron los mercados de futuros mientras se ponían los gemelos en una camisa nueva.

Mañana será otro día. Pero no podré evitar pensar.

Por qué no soy Bertrand Russell

Tengo una inteligencia normal. No sé dónde demonios la habré puesto, pero sé que la tengo. Me la noté ayer mismo, pensando en el sentido de la vida. Pero basta necesitar algo para no encontrarlo. Una inteligencia normal te permite hacer cosas como creer equivocadamente que entiendes el principio general por el que se rige el cálculo de los intereses de demora de una hipoteca, dibujar una pera inconfundible y no decirle a tu pareja que ha engordado y que otra persona de su mismo sexo está muy atractiva en una misma conversación. Si haces las tres cosas a la vez, estás muy por encima de la media, pero tu pareja te nota distraído y piensa que ya no hay la misma magia.
Tengo una inteligencia normal, pero no corriente. Quiero decir que no es de grifo, como el vermú, sino de pozo, como el culantrillo. Cada vez que necesito un poco de inteligencia es como si tuviera que salir al patio y sacarla de un agujero con un cubo. Volver adentro cargado con el cubo te hace valorar la inteligencia, pero eso no te convierte necesariamente en un filósofo. Y mucho menos en algo útil.

Ya sea porque me canso del azacaneo o porque no sé pensar cosas importantes, yo utilizo muy poco la inteligencia. Apenas para dibujar peras y para parar taxis. Así que, dondequiera que esté, está como nueva. En cambio, la inteligencia de Bertrand Rusell era como los trajes de buena pana, que con el tiempo y el uso mejoran. Tuvo un envejecimiento noble, vaya. La cuestión es si lo que yo tengo es un traje de pana o no. En caso afirmativo podría mirar al mañana con optimismo. Pero ¿y si se parece más a un Motorola de 1995 nuevecito y en su embalaje original? Algo flamante, patético y sin futuro no es el mejor bagaje para sobrevivir con dignidad al exterminio de la clase media.

No quiero ponerme en lo peor. Supongamos que una inteligencia normal como la mía es algo así como un traje blanco de verano. Como se usan menos, pueden durar muchísimo. Pasan de moda, pero no se les descose el forro. Y yo podría arrostrar el desdoro de tener ideas anticuadas, pero no el oprobio de que me asomara un concepto por un roto.

En la única fotografía que he encontrado de Rusell con traje de tweed, no mira exactamente a la cámara. Mira —aunque más con el ojo derecho que con el izquierdo— a un punto entre el objetivo y un conjunto de axiomas. Es un tres piezas. El traje, quiero decir. Rusell lleva camiseta de manga larga. Y parece estar pensando en algo importante, triste e inevitable. Cuando yo pienso en algo así y me hacen una foto nunca parece que esté pensando en eso. Ni siquiera parece que esté pensando. Y la cosa no mejora usando un tres piezas. Sospecho que el secreto está en la pipa. Rusell fumaba en pipa y yo no. Fumar en pipa debe de ser como pensar, pero con aroma, y es curioso cómo envuelto en melosas volutas casi todo el mundo parece haber leído a Donleavy en inglés. No pretendo identificar lectura e inteligencia, pero sí me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que Donleavy, que siempre usa chaleco, mira al punto perdido de Rusell en muchas fotos. Sin el menor pudor. Aunque en su caso parece intentar recordar cómo se llamaba aquel tipo al que le prestó el paraguas. Y por mucho que uno se esfuerce en mirarle a él, la cabeza se le llena de becarias del Trinity y de ovejas. A uno.

No soy Bertrand Rusell porque estoy tan lejos de los buenos trajes de tweed como del monismo neutral. Y no por falta de ganas.

17/1/12

Tú y el Sputnik. Y yo.

Corría el año 1957. Y corría tanto que yo no lo alcancé hasta 1962, cuando después de una concepción tradicional (sobre esta presunción habría mucho que discutir) y de un laborioso crecimiento celular, si no brillante, sí ordenado, nací en la Maternidad Provincial de Madrid.

Así pues, la era espacial y yo hemos crecido juntos. Me lleva cinco años, y esa diferencia, según a qué edades, es muy grande. Por eso ella nunca se ha fijado en mí. Pero a pesar de que la vida nos ha llevado por caminos muy diferentes, en el fondo del corazón sigo teniendo una inclinación natural, una rendida admiración hacia ella que no por silenciosa es menos sincera.
Siento llevar la contraria a Sócrates a estas horas de la mañana, pero yo creo que para perseguir el bien no basta con conocerlo; además hay que correr mucho. Esto explica muchas cosas. Por ejemplo, por qué sigo sintiéndome atraído por la conquista del espacio, algo que en realidad encuentro tirando a chungo. Soy perezoso. Y odio correr. Así que me viene bien perseguir cosas que no corren demasiado. Y, digan lo que digan, lo de la carrera espacial es una carrera, sí, pero tipo arquitectura-técnica-en-la pública: leeeenta, muuuuy leeeenta...

¿Qué tiene de malo la era espacial? Su propio nombre lo dice: que es espacial. Entiéndaseme bien: no tengo nada en contra del espacio, siempre que sea grande, con suelo de madera y muebles gustavianos decapados blanco roto. Pero cuando una era se empecina en definirse como espacial sólo le falta decir “no temporal, ¿eh?”. O sea que todo lo que sea espacio sí, pero de tiempo ni hablamos. Una de las primeras consecuencias de esa actitud tan estrecha de miras es que nos falta tiempo a todos. Como no interesa, hay poco; y como gente hay mucha y con la esperanza de vida crecida, que quieras que no ocupa más, pues tocamos a pocos minutos.

Cuando yo era pequeño, el mercado del tiempo estaba intervenido por el Estado y toda su gestión estaba centralizada en el reloj de la Puerta del Sol. Si no recuerdo mal, entonces los días tenían cerca de 29 horas. No eran horas muy buenas, eso es verdad; incluso muchas salían malas, pero tiempo no faltaba y aquí quien más quien menos todo el mundo tenía una existencia, un devenir, un ratito de charla o una caña.

Las personas mayores pensaban entonces que un mercado de libre competencia tendría ventajas para seres finitos como nosotros. (Yo no pensaba eso entonces, porque no sabía pensar eso. Paradójicamente, durante la segunda mitad del franquismo, en plena era espacial del mundo, yo fui pequeño, ocupé muy poco espacio y no pensé nada en el tiempo ni en París.) Pero el caso es que cuando se liberalizó lo de los relojes, cuando por fin el año nuevo nos llegó cada Nochevieja por donde quiso el pueblo soberano, nos encontramos con que la cosa no iba así. Fue morirse Franco y precipitarse los acontecimientos. Y cuando los acontecimientos se precipitan no se sabe por qué pero cuando te quieres dar cuenta vas con la hora pegada al culo.

Durante la Transición, los días empezaron a tener menos horas. Muchas personas que habían llevado bigote fino y habían sido secretarios generales del Movimiento y otras cosas antiguas se encontraban con que entraban en su despacho por la mañana y salían a la mañana siguiente oliendo mucho a tabaco y con pactos hechos que no habían tenido tiempo ni de pensar con calma. Y otros señores que llevaban jerséis con cremallera y bufandas iban a la iglesia y cuando salían habían pasado siete días y no habían oído misa y fuera había un montón de tipos de gris con porras que antes no estaban ahí y que querían reducirlos rapidito porque iban fatal de tiempo. (Visto con la serenidad que da la perspectiva histórica, digo yo que a lo mejor querían reducirlos por la era espacial, para que ocuparan menos.) El caso es que, en un tiempo récord y para admiración de todos los países civilizados, los españoles consiguieron dotarse a sí mismos de días de 24 horas. Yo no lo noté mucho de entrada, pero los hermanos pequeños de mis amigos, que no tenían edad para dotarse de nada, se dieron cuenta pronto de que las cuatro o cinco horas que habíamos perdido eran justo las que se usaban antes para chapucear los deberes, explorarse el cuerpo y hacer amigos.

Teníamos que haberlo visto venir en el 69, cuando aquel señor pisó la Luna y se puso a corretear por allí con un amigo, como con prisa. O antes, el 4 de octubre de 1957, cuando los americanos se pusieron nerviosos al ver el Sputnik dando vueltas por encima de sus sombreros sinatra y mandaron al ingeniero T. J. O'Malley a un sitio donde había mucho espacio para hacer cosas raras llamado Cabo Cañaveral y le dijeron que le pusiera satélites a los cohetes, pero ya. Cómo sería la cosa que unos años atrás, haciendo memoria, T.J. recordó: "Teníamos un objetivo: lograr algo allá arriba lo más rápido posible”. Típico. Lo curioso es que por ese cabo había pasado Juan Ponce de León en 1513, cuando descubrió Florida buscando la fuente de la eterna juventud. Eso sí que es síntoma de ir falto de tiempo, sobre todo cuando tienes 53 años y te has pasado cuatro pueblos de tu esperanza de vida. O de impotencia. Síntoma de impotencia, quiero decir; porque “esperanza de impotencia” es un criterio que sólo usan algunos sociólogos portugueses cuando no están en su mejor momento. Y es que dicen que ese caballero buscaba la fuente para curarse de eso. Y visto así, es algo hermoso, porque ahí tenemos, por una vez, juntos los dos conceptos. Impotencia es necesitar mucho tiempo para ocupar suficiente espacio. Cuando la necesidad de tiempo tiende a infinito, hablamos de impotencia erigendi, y lo hablamos con el médico, si acaso. O con Pelé. Conviene aclarar que Ponce de León era de Valladolid. Pero vamos a lo que vamos.

¿Cómo habría sido el mundo si en vez de era espacial hubiéramos tenido era temporal? En principio, cabe suponer que habría menos gente que va a Yucatán y más gente que duerme siesta. Hay que entender que un mundo menos espacial y más temporal no es necesariamente un mundo más pequeño o menos espacioso. De la misma forma que, cuando lees anuncios de pisos, especial no suele querer decir mejor, sino que hace referencia más bien al hecho de haber un pilar en medio de un dormitorio de seis metros cuadrados. (Esto no tiene nada que ver, pero eso no lo hace menos desalentador.)