17/1/12

Tú y el Sputnik. Y yo.

Corría el año 1957. Y corría tanto que yo no lo alcancé hasta 1962, cuando después de una concepción tradicional (sobre esta presunción habría mucho que discutir) y de un laborioso crecimiento celular, si no brillante, sí ordenado, nací en la Maternidad Provincial de Madrid.

Así pues, la era espacial y yo hemos crecido juntos. Me lleva cinco años, y esa diferencia, según a qué edades, es muy grande. Por eso ella nunca se ha fijado en mí. Pero a pesar de que la vida nos ha llevado por caminos muy diferentes, en el fondo del corazón sigo teniendo una inclinación natural, una rendida admiración hacia ella que no por silenciosa es menos sincera.
Siento llevar la contraria a Sócrates a estas horas de la mañana, pero yo creo que para perseguir el bien no basta con conocerlo; además hay que correr mucho. Esto explica muchas cosas. Por ejemplo, por qué sigo sintiéndome atraído por la conquista del espacio, algo que en realidad encuentro tirando a chungo. Soy perezoso. Y odio correr. Así que me viene bien perseguir cosas que no corren demasiado. Y, digan lo que digan, lo de la carrera espacial es una carrera, sí, pero tipo arquitectura-técnica-en-la pública: leeeenta, muuuuy leeeenta...

¿Qué tiene de malo la era espacial? Su propio nombre lo dice: que es espacial. Entiéndaseme bien: no tengo nada en contra del espacio, siempre que sea grande, con suelo de madera y muebles gustavianos decapados blanco roto. Pero cuando una era se empecina en definirse como espacial sólo le falta decir “no temporal, ¿eh?”. O sea que todo lo que sea espacio sí, pero de tiempo ni hablamos. Una de las primeras consecuencias de esa actitud tan estrecha de miras es que nos falta tiempo a todos. Como no interesa, hay poco; y como gente hay mucha y con la esperanza de vida crecida, que quieras que no ocupa más, pues tocamos a pocos minutos.

Cuando yo era pequeño, el mercado del tiempo estaba intervenido por el Estado y toda su gestión estaba centralizada en el reloj de la Puerta del Sol. Si no recuerdo mal, entonces los días tenían cerca de 29 horas. No eran horas muy buenas, eso es verdad; incluso muchas salían malas, pero tiempo no faltaba y aquí quien más quien menos todo el mundo tenía una existencia, un devenir, un ratito de charla o una caña.

Las personas mayores pensaban entonces que un mercado de libre competencia tendría ventajas para seres finitos como nosotros. (Yo no pensaba eso entonces, porque no sabía pensar eso. Paradójicamente, durante la segunda mitad del franquismo, en plena era espacial del mundo, yo fui pequeño, ocupé muy poco espacio y no pensé nada en el tiempo ni en París.) Pero el caso es que cuando se liberalizó lo de los relojes, cuando por fin el año nuevo nos llegó cada Nochevieja por donde quiso el pueblo soberano, nos encontramos con que la cosa no iba así. Fue morirse Franco y precipitarse los acontecimientos. Y cuando los acontecimientos se precipitan no se sabe por qué pero cuando te quieres dar cuenta vas con la hora pegada al culo.

Durante la Transición, los días empezaron a tener menos horas. Muchas personas que habían llevado bigote fino y habían sido secretarios generales del Movimiento y otras cosas antiguas se encontraban con que entraban en su despacho por la mañana y salían a la mañana siguiente oliendo mucho a tabaco y con pactos hechos que no habían tenido tiempo ni de pensar con calma. Y otros señores que llevaban jerséis con cremallera y bufandas iban a la iglesia y cuando salían habían pasado siete días y no habían oído misa y fuera había un montón de tipos de gris con porras que antes no estaban ahí y que querían reducirlos rapidito porque iban fatal de tiempo. (Visto con la serenidad que da la perspectiva histórica, digo yo que a lo mejor querían reducirlos por la era espacial, para que ocuparan menos.) El caso es que, en un tiempo récord y para admiración de todos los países civilizados, los españoles consiguieron dotarse a sí mismos de días de 24 horas. Yo no lo noté mucho de entrada, pero los hermanos pequeños de mis amigos, que no tenían edad para dotarse de nada, se dieron cuenta pronto de que las cuatro o cinco horas que habíamos perdido eran justo las que se usaban antes para chapucear los deberes, explorarse el cuerpo y hacer amigos.

Teníamos que haberlo visto venir en el 69, cuando aquel señor pisó la Luna y se puso a corretear por allí con un amigo, como con prisa. O antes, el 4 de octubre de 1957, cuando los americanos se pusieron nerviosos al ver el Sputnik dando vueltas por encima de sus sombreros sinatra y mandaron al ingeniero T. J. O'Malley a un sitio donde había mucho espacio para hacer cosas raras llamado Cabo Cañaveral y le dijeron que le pusiera satélites a los cohetes, pero ya. Cómo sería la cosa que unos años atrás, haciendo memoria, T.J. recordó: "Teníamos un objetivo: lograr algo allá arriba lo más rápido posible”. Típico. Lo curioso es que por ese cabo había pasado Juan Ponce de León en 1513, cuando descubrió Florida buscando la fuente de la eterna juventud. Eso sí que es síntoma de ir falto de tiempo, sobre todo cuando tienes 53 años y te has pasado cuatro pueblos de tu esperanza de vida. O de impotencia. Síntoma de impotencia, quiero decir; porque “esperanza de impotencia” es un criterio que sólo usan algunos sociólogos portugueses cuando no están en su mejor momento. Y es que dicen que ese caballero buscaba la fuente para curarse de eso. Y visto así, es algo hermoso, porque ahí tenemos, por una vez, juntos los dos conceptos. Impotencia es necesitar mucho tiempo para ocupar suficiente espacio. Cuando la necesidad de tiempo tiende a infinito, hablamos de impotencia erigendi, y lo hablamos con el médico, si acaso. O con Pelé. Conviene aclarar que Ponce de León era de Valladolid. Pero vamos a lo que vamos.

¿Cómo habría sido el mundo si en vez de era espacial hubiéramos tenido era temporal? En principio, cabe suponer que habría menos gente que va a Yucatán y más gente que duerme siesta. Hay que entender que un mundo menos espacial y más temporal no es necesariamente un mundo más pequeño o menos espacioso. De la misma forma que, cuando lees anuncios de pisos, especial no suele querer decir mejor, sino que hace referencia más bien al hecho de haber un pilar en medio de un dormitorio de seis metros cuadrados. (Esto no tiene nada que ver, pero eso no lo hace menos desalentador.)

Puedo imaginar nuestra infancia y adolescencia en la era temporal. Puedo imaginar la juventud y la madurez en ese mundo de ratos largos y días como dios manda. Puedo hacerlo con un lujo de detalles y una riqueza de matices que tocaría tal vez tu fibra sensible y te haría pensar en qué estás haciendo con tu vida y por qué tu relación con el microondas no va más allá de una sucesión de encuentros que te proporcionan satisfacción rápida pero te dejan una creciente sensación de vacío interior. Pero ahora no tengo tiempo.

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