18/1/12

Por qué no soy Bertrand Russell

Tengo una inteligencia normal. No sé dónde demonios la habré puesto, pero sé que la tengo. Me la noté ayer mismo, pensando en el sentido de la vida. Pero basta necesitar algo para no encontrarlo. Una inteligencia normal te permite hacer cosas como creer equivocadamente que entiendes el principio general por el que se rige el cálculo de los intereses de demora de una hipoteca, dibujar una pera inconfundible y no decirle a tu pareja que ha engordado y que otra persona de su mismo sexo está muy atractiva en una misma conversación. Si haces las tres cosas a la vez, estás muy por encima de la media, pero tu pareja te nota distraído y piensa que ya no hay la misma magia.
Tengo una inteligencia normal, pero no corriente. Quiero decir que no es de grifo, como el vermú, sino de pozo, como el culantrillo. Cada vez que necesito un poco de inteligencia es como si tuviera que salir al patio y sacarla de un agujero con un cubo. Volver adentro cargado con el cubo te hace valorar la inteligencia, pero eso no te convierte necesariamente en un filósofo. Y mucho menos en algo útil.

Ya sea porque me canso del azacaneo o porque no sé pensar cosas importantes, yo utilizo muy poco la inteligencia. Apenas para dibujar peras y para parar taxis. Así que, dondequiera que esté, está como nueva. En cambio, la inteligencia de Bertrand Rusell era como los trajes de buena pana, que con el tiempo y el uso mejoran. Tuvo un envejecimiento noble, vaya. La cuestión es si lo que yo tengo es un traje de pana o no. En caso afirmativo podría mirar al mañana con optimismo. Pero ¿y si se parece más a un Motorola de 1995 nuevecito y en su embalaje original? Algo flamante, patético y sin futuro no es el mejor bagaje para sobrevivir con dignidad al exterminio de la clase media.

No quiero ponerme en lo peor. Supongamos que una inteligencia normal como la mía es algo así como un traje blanco de verano. Como se usan menos, pueden durar muchísimo. Pasan de moda, pero no se les descose el forro. Y yo podría arrostrar el desdoro de tener ideas anticuadas, pero no el oprobio de que me asomara un concepto por un roto.

En la única fotografía que he encontrado de Rusell con traje de tweed, no mira exactamente a la cámara. Mira —aunque más con el ojo derecho que con el izquierdo— a un punto entre el objetivo y un conjunto de axiomas. Es un tres piezas. El traje, quiero decir. Rusell lleva camiseta de manga larga. Y parece estar pensando en algo importante, triste e inevitable. Cuando yo pienso en algo así y me hacen una foto nunca parece que esté pensando en eso. Ni siquiera parece que esté pensando. Y la cosa no mejora usando un tres piezas. Sospecho que el secreto está en la pipa. Rusell fumaba en pipa y yo no. Fumar en pipa debe de ser como pensar, pero con aroma, y es curioso cómo envuelto en melosas volutas casi todo el mundo parece haber leído a Donleavy en inglés. No pretendo identificar lectura e inteligencia, pero sí me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que Donleavy, que siempre usa chaleco, mira al punto perdido de Rusell en muchas fotos. Sin el menor pudor. Aunque en su caso parece intentar recordar cómo se llamaba aquel tipo al que le prestó el paraguas. Y por mucho que uno se esfuerce en mirarle a él, la cabeza se le llena de becarias del Trinity y de ovejas. A uno.

No soy Bertrand Rusell porque estoy tan lejos de los buenos trajes de tweed como del monismo neutral. Y no por falta de ganas.

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