Bendito teatro. Y qué bien contaba esto mi padre.
En aquella función el eje era un documento comprometedor. El clímax llegaba con la escena del despacho. El primer actor, solo, sacaba el documento de un cajón de su escritorio, encendía una cerilla, prendía el papel, lo arrojaba a la chimenea apagada y salía. Pero aquella noche sólo había dos fósforos en la caja. La proverbial corriente que hay en todos los teatros malogró los dos. Y el actor improvisó. Con gesto decidido rasgó el documento varias veces, tiró los trozos al hogar e hizo mutis atesorando en silencio un recuerdo emocionado para la familia del segundo apunte.
De inmediato y por otra puerta entró el otro actor. Lo había visto todo desde cajas. Como cada noche, husmeó hasta llegar al centro y, con expresión astuta, declamó lo que buenamente pudo: "Aquí huele a papel roto".
Las cosas son así. La función no puede interrumpirse. Y para salvar su propia lógica lo mismo se inventa un olor inconfundible que se contravienen las leyes de la termodinámica.
Eso, que en los teatros es arte, en los consejos de ministros debería ser delito. Pero se ve que la famosa cuarta pared era el muro de Berlín, y desde que la tiraron el gran teatro del mundo está que se sale. Lo malo es que este remake lo firma Calderón de la Banca.
En el gran teatro de Europa, con su bambalinón de terciopelo púrpura y sus palquitos llenos de expertos con gemelos, huele a papel mojado. Y el mismo tufo reina en España, que vuelve a ser corral de comedias, pero con malas adaptaciones de bodrios alemanes en vez de entremeses, pasos y boleras.
Huele al papel mojado de los programas electorales incumplidos. De las leyes sin dotación presupuestaria. De las garantías judiciales de marca y las de mercadillo. De los billetes de euro, que por no devaluarse devalúan a las personas. De los títulos de universidad de primera y de tercera. Y de las recetas de doble pago.
Pero lo peor de este auto sacramental no es que dé voz y ponga en pie a la Mentira, la Codicia, la Injusticia y la Desfachatez. Lo peor es que su clímax es la conversión de la Constitución en papel mojado.
La de hace dos siglos justos, la Pepa —que se fraguó en el teatro de la Real Isla de León e incluía cosas como la responsabilidad ministerial con carácter penal—, nos duró dos años: lo que tardó un Borbón tonto y mala gente en comerse la cañaílla.
La del 31 no cumplió los ocho: le bastaron tres a un criminal de guerra para enterrarla en una cuneta.
Y si seguimos tardando en defenderla, la de 1978, la que reconoce el Estado de Derecho —y con él la libertad de montar una asamblea permanente en cualquier Puerta del Sol—, la que reconoce el Estado social, el derecho a la salud, la vivienda, el trabajo y el acceso a la cultura, la que estipula la obligación de los poderes públicos de promover tales bienes para hacer la sociedad más equitativa, morirá congelada de tanto mojársele el papel. Ya tiene fiebre.
A gobiernos como este, que con su lógica de títeres presentan la masificación de las aulas como socialización, la emigración de los investigadores jóvenes como un saludable grand tour, las ayudas a la banca como un imperativo nacional y el cobro del transporte sanitario para la diálisis como un acierto de buen contable, les basta una legislatura para dejar España isabelina.
No es broma ni teatro. Es la doctrina del shock en plan 2.0. Y arrecia.
¿Cuánto nos tienen que recortar la capa para que salgamos a la calle?
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