23/10/20

Yo ayuso

            En mi diccionario personal, «ayusar» es prestar cooperación para señalar a alguien atribuyéndole la culpa de una falta, de un delito o de un hecho reprobable. Yo ayuso, tú ayusas, ella ayusa. Todos ayusamos. Pero sobre todo ella, cuando se habla de Madrid. Porque parece ser que Madrid es el motor de España y ella debe de ser el motor de Madrid. No quiero pensar quién es el motor de ella o lo que bebe.

También, en castellano académico el adverbio «ayuso» significa «abajo». Qué delicia semántica. Es imposible condensar mejor una cruda realidad, un grito colectivo y un augurio. Lo triste es que tal adverbio está en desuso, como algunos cerebros y vergüenzas.

Y ¿cómo resistirse a emplear «ayuso» como sustantivo? En el palabrizal que yo manejo, cometer «un ayuso» es usar excesiva, injusta o indebidamente algo con la excusa de auxiliar. Cuando lo hace una mujer el adjetivo es «ayusona». Cuando lo hace ella el adjetivo es tan comedido como inexcusable.

La Presidenta de la Comunidad de Madrid ayusa cuando con verbos, sustantivos y adjetivos que instilan anticomunismo de Celia Gámez intenta deslegitimar al gobierno de España. Ayusa cuando coopera con fascistas para calumniar, atropellar y segregar a los ciudadanos que hacen trasbordos mientras salvaguarda los privilegios del nacionalcacerolismo y prima entre los derechos humanos el pincho de merluza en José Luis. La Presidenta comete un ayuso cuando procura tapar con banderas las cifras de la pandemia y escatima rastreadores y sanitarios para tachar al ministro de arbitrario y erigirse en campeona de la libertad. La libertad de morirse, tan cara a la derecha. Tan cara para el pueblo.

Me pregunto qué inane parte de ese coche imaginario que es España en la mente de la ayusona puede ser la Comunidad Valenciana, de la que soy ciudadano. Tal vez, con suerte, la arena de playa que queda en el maletero después de comerse una paella.

En realidad, su patria, más que un coche, es una carroza: aquella con la que Fernando VII entró en Valencia a su regreso de Francia, a la que había vendido España por un castillo y una pensión anual de cuatro millones de reales. En Valencia se rebeló el felón contra la Constitución de Cádiz. Y en Madrid aún hubo pueblo que desenganchó los caballos para tirar a mano de la carroza al grito de «¡Vivan las caenas!».

Afortunadamente, en Madrid, como en Cádiz y Valencia, siempre hay, hubo y habrá leales a la patria entendida como pueblo soberano, y prensa dispuesta a defender la Pepa cuando arrecian las paparruchas.

Ya que para algunos Madrid acaba en zeta, animo a todos a seguir defendiendo la verdad, la justicia y el decoro hasta el fin de los ayusos conjugando el verbo «zolar». Repitan conmigo: yo zolo, tú zolas, él zola. Como Emilio.

4/7/20

El dueño de La Razón produce monstruos

Se conservan tres portadas manuscritas del grabado número 43 de los Caprichos de Goya. La que guarda la Biblioteca Nacional reza: «Cuando los hombres no oyen el grito de la razón, todo se vuelve visiones». La obra se publicó en 1799. Y parece que fue ayer, porque en España puede pasar cualquier cosa, salvo el tiempo.

La prensa española de entonces estaba en un mal momento. Uno de tantos. Como la Revolución Francesa había dado miedo a la gente de carroza, espadín y tafetán, entre 1791 y 1795 Carlos IV y el conde de Floridablanca mantuvieron prohibidos todos los periódicos no oficiales. Se ve que tanta ilustración les había hecho bola y la vigente censura eclesiástica les pareció poco. El caso es que lo de escribir y editar noticias y opiniones no recuperó vida hasta la guerra de 1808.

De aquel tiempo viene la expresión «mentir más que la gaceta», por la Gaceta de Madrid, vetusta madre del Boletín Oficial del Estado, porque inventarse cosas e imprimirlas como si fueran noticias ya se hacía muy bien entonces. Y esa y otras labores siguen teniendo sitio en la prensa española. Así, por ejemplo, llamar información a la opinión todavía es costumbre, si no modus operandi, de muchas cabeceras, tanto en la corte como fuera de ella. Tampoco ha cambiado mucho el arte de hacer libelos, aunque se lleve poco esa palabra porque huele a baúl lleno de conspiraciones y exilios. Y todavía se forjan a fuego las verjas del debate público, para que el lector crea que lo que le pasa es lo que se dice que pasa, no lo que le está pasando. Ahora a esa concienzuda labor se la llama agenda setting, que suena más a inocua gestión del tiempo que a manipulación y desarticulación política. Pero mona se queda.

Gran parte de este añejo desarreglo —que forma parte del lado malo del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad como la rumba forma parte del bueno— se debe a que demasiadas cosas tienen pocos dueños. Propietarios de cabeceras, imprentas, servidores y paquetes de acciones se convierten en amos de conciencias, porque las pesetillas siempre mandan, aunque en tiempos de Goya se llamaran reales y ahora euros. Y como tener es más de la mitad de poder, esos pocos dueños y sus pachás trasforman la voluntad de informar en máquina de conformar. Después, nadando como anguilas en el cieno del sesgo cognitivo de confirmación —que nos hace confiar más en la veracidad de las noticias que coinciden con nuestras creencias—, las máquinas de conformar se convierten en aparatos de performar. Y en ese punto los medios reaccionarios demuestran que las leyes de la termodinámica no se aplican al periodismo: la realidad se crea y se destruye para que no se transforme.

Así, el dueño de La Razón produce monstruos. Como los de OKdiario, ABC, El Mundo o El Español. Y, ya sin dolerle prendas, también el de El País. Vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres; por el monte, las sardinas. Tralará. 

Cualquiera que haya leído novelas o visto películas de detectives sabe que siempre hay que averiguar quién sale ganando con el crimen. Pues cuando todo se vuelve visiones hay que preguntarse quién gana gritando más que la razón. Y al seguir el rastro hasta las opulentas guaridas de los alevosos suele resultar que allí no huele a tinta, sino a dinero, alfombra mullida y pólvora. 

Elegir periódicos sin más dueño que sus lectores y trabajadores es una buena manera de ventilar y recuperar el olor a información y a dato contrastado, que es un aroma más acorde con la vida, la democracia y el buen gusto. Pero más acá de la prensa y los perfumes hay una gran pregunta que conviene hacerse sobreponiéndose a la confusa galbana de la pandemia y los calores: ¿soy dueño de mi razón olos memes de Facebook ya han reducido mi juicio a la condición de mero compostador de bulos y filfas? Yo me lo pregunto siempre que puedo, porque tengo la impresión de que este mundo está tan necesitado de lectores juiciosos y avispados como de prensa libre. 

El anuncio de la «colección de estampas de asuntos caprichosos de Goya» publicado en la Gaceta de Madrid en 1799 dice que el propósito del autor era censurar los errores y vicios humanos ridiculizando «extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil», así como «preocupaciones y embustes vulgares, autorizados por la costumbre, la ignorancia o el interés». 

Aun tenemos mucho de eso en la patria y en la mente, «obscurecida y confusa por la falta de ilustración o acalorada con el desenfreno de las pasiones». Tanto seguimos teniendo que, dos siglos después, la razón vuelve a dar visibles cabezadas.

Goya tardó veinticinco años en exiliarse voluntariamente en Burdeos porque tenía la impresión de oler a liberal. Llevaba a cuestas sus monstruos. Y para entonces el impresentable de Fernando VII ya había cerrado periódicos y universidades.

Decía Gramsci que la historia enseña, pero no tiene alumnos. A ver si nos ponemos y, entre todos, le quitamos la razón.

31/5/20

Juego de pronos

Se dice poco «decúbito prono». Con la de vidas que está ayudando a salvar en las ucis y para el gusto que da decirlo, quiero decir. Y qué decir de «decúbito supino», que dicen que se dice igual de poco, a pesar de rimar con lechuguino, gobelino, concertino y marrasquino, que ya es decir.
Dejando a un lado el decúbito, lo cierto es que casi nadie que no lleve zuecos, sepa poner inyecciones y reciba aplausos por las tardes dice «prono». Es una pena muy grande, porque prono quiere decir «muy inclinado a algo», y esa condición, además de ser un índice de vitalidad para los idólatras del emprendimiento y una fuente de dolor tanto para los seguidores de Buda como para los tenistas que quieren mejorar su servicio, es pura médula antropológica. Ahora, por ejemplo, estoy yo prono a escribir sobre inclinaciones, y me voy a dar ese gusto.
Nos guste o no, todos propendemos. Yo propendo, tu propendes, ella propende. Ya sea al enamoramiento, a la pereza, a poner banderillas o a los colores claros, todos nos inclinamos a cosas. Y la vida moral consiste en gestionar el propender: en decidir si queremos o debemos propender a unas cosas o a otras y en dejarnos ir o contenernos cada vez que nos sentimos pronos. A su vez, el contrato social se basa en marcos de licitud para orientar, armonizar y juzgar la gestión individual y colectiva de las inclinaciones de manera que convivir sea llevadero. Por ejemplo: el contrato social facilita que dos vecinos coincidan en el portal asumiendo implícitamente que ninguno va a intentar comerse al otro, aun en el caso de que anden escasos de proteínas porque el precio del alquiler es incompatible con la vida. Al menos, así era antes de que los inquilinos de la verdad y lo público fueran desahuciados sin alternativa convivencial, a golpe de paparrucha, martingala ylaissez faire, por gente con muy mal fondo que propende a limitar la movilidad social para no cruzarse en el portal de la vida con nadie que limpie su propio baño.
Lo chocante es ver exigiendo libertad de movimientos a gente que detesta la movilidad social. El efímero nacionalcacerolismo, que ha durado lo que han tardado en abrir terrazas en el barrio de Salamanca, ha teatralizado esa contradicción, que es la nuez oculta tras tanto ruido. Los cerebros en avanzado estado de momificación de sus partidarios ven la sociedad como una pirámide: arriba, en el ápice revestido de electro, está la clase alta, con sus botellas de Salon Blanc de Blancs Le Mesnil-sur-Oger de 2002 y sus sicavs; debajo, la media alta, con sus jerséis de cachemira en los hombros y sus terceras residencias; y ya en lo gordo del edificio, camino del suelo lleno de mascarillas pisadas, la media mierda y la mierda baja. Los más cayetanos creen sinceramente que existen los aristós —los mejores—, y que el resto come mortadela de aceitunas porque la cabeza y el gusto no le da para más. Ni sermones de la montaña ni guillotinas ni declaraciones universales han servido para hacerles ver que no se es mejor por el apellido o las escrituras de propiedad, sino por la areté —la virtud y la excelencia—, que tiene la misma raíz que aristós y aristocracia, pero es mucho mejor, dónde va a parar. Y nunca aprenderán que los derechos no van asociados a ser mejor, sino a ser.
Siempre habrá ciudadanos proclives a tener más fincas en Extremadura que prójimos y más bolsos de Loewe que libros de bolsillo. Y gente que en el fondo aspira a ser como ellos aunque viva en el semisótano de la pirámide, ignorando que defiende un mundo en el que su cacerola siempre será del chino. A todos les espanta por igual que el contrato social establezca derechos y obligaciones de marca blanca y precio popular. En el juego de pronos se inclinan por los derechos de marca buena, que se llaman privilegios y son hereditarios, porque están hechos con la mejor piel de pobre y, si los cuidas, mejoran con el tiempo. 
Si queremos impedir que lo público se vuelva a servir mañana como aperitivo en una terraza de Serrano, habrá que abandonar el decúbito —esa horizontalidad de sofá sobrevenida por el confinamiento— y poner en cuarentena moral a los defensores del cortijo y del contrato social por horas. Cuando acabe el estado de alarma sanitaria empezará el estado de alerta política, porque la voracidad del capital es la obsolescencia programada de los derechos, y algunas cacerolas, más que a menaje, suenan a «viva la muerte».
Casi todas las pirámides ocultan tumbas. 

18/5/20

Ideolejía

En el verano de 1665 la peste se adueñó de Londres, y Samuel Pepys le dedicó unas pocas observaciones en su Diario. Son dispares. Algunas, oscuras e inquietantes como un cadáver atisbado en las sombras nocturnas de un callejón. Otras, tan claras y poco turbadoras como el apunte de un funcionario en un libro de registro. Las primeras están escritas con miedo, que da un negro más profundo que el carbón de pino del que procede la tinta china. Las segundas, con té negro, cuya escasa tintura moral da más miedo que el despertar del gigante asiático.
Una de las notas llama mi atención sobre las demás: «Septiembre, 3. Día del Señor. Me puse el traje de seda de color, que tiene gran prestancia, y mi peluca nueva, que no me atrevía a usar, porque la peste arreciaba en Westminster cuando la compré. Quisiera saber si las pelucas estarán todavía de moda cuando la epidemia termine: nadie osará comprar cabello en el temor de que pertenezca a cadáveres de apestados».
Reunir en una idea el horror insondable y la frivolidad más plana no está al alcance de todas las plumas, pero sí de todas las cabezas, y la mayor virtud de Pepys es dejar constancia de ese hecho universal con una franqueza indecorosa. Ahora que el SARS-CoV-2 se pasea por las calles del mundo con la desfachatez de Hitler en París y el sigilo de Fu Manchú en un fumadero de opio no debe sorprender que las pelucas y los muertos sigan mezclándose en las cabezas. Si se piensa, el tiempo de Pepys es poco más remoto que anteayer.
Dicen que los niños que fuimos siguen vivos en nuestro interior. Su crecimiento podría explicar por qué no nos abrochan los pantalones que compramos el verano pasado, si no fuera porque en las tiendas no queda harina. Dicen también que ese niño es una monada y que hay que cuidarlo porque en él reside lo mejor de nuestro ser. Y tal. Lo que no dicen los manuales de autoayuda ni los memes sin tildes que enmohecen las redes es qué tenemos que hacer con el tonto que cada uno de nosotros lleva dentro. Y si de algo podemos estar seguros en estos tiempos confusos es de que el niño y el tonto no están manteniendo la distancia de seguridad en nuestra mente, un espacio cerrado que, según la descripción de Jung, no tiene límite de aforo.
La discreción y la rectitud son, en días corrientes, prendas reservadas a las almas escogidas. Exigirlas en mitad de una pandemia sería ilusorio, pero cabe pedir un poco de prudencia verbal paralela a la profilaxis. Porque así como sin mascarilla podemos andar exhalando miasmas, sin recato en la opinión llenamos el mundo de aerosoles en los que viaja la tontería, que siempre afea, a menudo aturde y a veces mata. 
En lo que atañe a los aspectos sanitarios de este lío, será de agradecer que quien no sepa muchísimo sobre virus, epidemias, estadísticas, vacunas o medicina se lave las manos con frecuencia y se meta la lengua en el culo. En ese ámbito —no el rectal, sino el sociosanitario— deberíamos compartir una sola ideología: la confianza en la ciencia. Sugiero llamarla «ideolejía».
Sobre el resto de cuestiones y disciplinas en las que todos somos expertos —macroeconomía, geoestrategia, gestión de grandes movimientos migratorios, política fiscal en el marco europeo y elaboración de magdalenas— podemos discutir todo lo que queramos y dar rienda suelta al tonto que llevamos dentro sin que nadie acabe en la UCI. 
Y quien dice tonto dice «persona dotada de diversidad intelectual». Que cada cual llame al suyo como quiera. Faltaría más. Al fin y al cabo, al té negro los chinos lo llaman té rojo.
Aquí lo dejo. Voy a ver si paso de las musas al teatro una comedia en tres actos titulada «De la China mascarillas o El pangolín difamado». Y así no opino.