27/4/12

Aquí huele a papel roto

Bendito teatro. Y qué bien contaba esto mi padre.

En aquella función el eje era un documento comprometedor. El clímax llegaba con la escena del despacho. El primer actor, solo, sacaba el documento de un cajón de su escritorio, encendía una cerilla, prendía el papel, lo arrojaba a la chimenea apagada y salía. Pero aquella noche sólo había dos fósforos en la caja. La proverbial corriente que hay en todos los teatros malogró los dos. Y el actor improvisó. Con gesto decidido rasgó el documento varias veces, tiró los trozos al hogar e hizo mutis atesorando en silencio un recuerdo emocionado para la familia del segundo apunte.

De inmediato y por otra puerta entró el otro actor. Lo había visto todo desde cajas. Como cada noche, husmeó hasta llegar al centro y, con expresión astuta, declamó lo que buenamente pudo: "Aquí huele a papel roto".

Las cosas son así. La función no puede interrumpirse. Y para salvar su propia lógica lo mismo se inventa un olor inconfundible que se contravienen las leyes de la termodinámica.

Eso, que en los teatros es arte, en los consejos de ministros debería ser delito. Pero se ve que la famosa cuarta pared era el muro de Berlín, y desde que la tiraron el gran teatro del mundo está que se sale. Lo malo es que este remake lo firma Calderón de la Banca.

En el gran teatro de Europa, con su bambalinón de terciopelo púrpura y sus palquitos llenos de expertos con gemelos, huele a papel mojado. Y el mismo tufo reina en España, que vuelve a ser corral de comedias, pero con malas adaptaciones de bodrios alemanes en vez de entremeses, pasos y boleras. 

Huele al papel mojado de los programas electorales incumplidos. De las leyes sin dotación presupuestaria. De las garantías judiciales de marca y las de mercadillo. De los billetes de euro, que por no devaluarse devalúan a las personas. De los títulos de universidad de primera y de tercera. Y de las recetas de doble pago.

Pero lo peor de este auto sacramental no es que dé voz y ponga en pie a la Mentira, la Codicia, la Injusticia y la Desfachatez. Lo peor es que su clímax es la conversión de la Constitución en papel mojado.

La de hace dos siglos justos, la Pepa —que se fraguó en el teatro de la Real Isla de León e incluía cosas como la responsabilidad ministerial con carácter penal—, nos duró dos años: lo que tardó un Borbón tonto y mala gente en comerse la cañaílla.

La del 31 no cumplió los ocho: le bastaron tres a un criminal de guerra para enterrarla en una cuneta.

Y si seguimos tardando en defenderla, la de 1978, la que reconoce el Estado de Derecho —y con él la libertad de montar una asamblea permanente en cualquier Puerta del Sol—, la que reconoce el Estado social, el derecho a la salud, la vivienda, el trabajo y el acceso a la cultura, la que estipula la obligación de los poderes públicos de promover tales bienes para hacer la sociedad más equitativa, morirá congelada de tanto mojársele el papel. Ya tiene fiebre.

A gobiernos como este, que con su lógica de títeres presentan la masificación de las aulas como socialización, la emigración de los investigadores jóvenes como un saludable grand tour, las ayudas a la banca como un imperativo nacional y el cobro del transporte sanitario para la diálisis como un acierto de buen contable, les basta una legislatura para dejar España isabelina.

No es broma ni teatro. Es la doctrina del shock en plan 2.0. Y arrecia. 

¿Cuánto nos tienen que recortar la capa para que salgamos a la calle?

16/4/12

Ser rico es de pobres

Si yo supiera de lo que sé la mitad de lo que sé de mi ignorancia, no sé qué haría con los excedentes de autoestima.

Hubo un tiempo en que me sentía tan seguro de mí mismo que creía aprender de mis pequeños errores juveniles. Debían de ser las hormonas, o algo. Luego empecé a equivocarme en serio, con errores grandes en los que se me veía ya más maduro, como más hecho y con voz propia. Eran los últimos años ochenta, y me dio por decir dinero más veces que psicopompo. Con lo feliz que me había hecho a mí decir psicopompo.

Llegaron los noventa, y lo bordé. Descubrí en mí una tenacidad nueva, una suerte de intolerancia al sentido común, un don para persistir en el error que me hacía inasequible a los encantos de la realidad. Mis equivocaciones adquirieron proporciones ciclópeas. Y a finales de la década estuve en condiciones de recoger los frutos de todo ese esfuerzo.

A la hipoteca la llamé hogar. A la vista cansada, cultura. Al saldo deudor de la tarjeta, placer. A la reducción de ingresos, proyecto. Y a los finiquitos, experiencia.

Dediqué los primeros años del siglo a probar errores nuevos, como por ejemplo hacer lo mismo de siempre pero cambiándole el nombre. O volver a decir psicopompo, pero haciéndome ilusiones. Luego lloré un poco, me quedé dormido y me caí del guindo.

Al despertar me dolía mucho España. Y noté que mi don para la equivocación no tenía nada de especial. Vi que había otros tontos, muchísimos, que también se habían creído el cuento y la habían pifiado a su manera. Vi que había listos, muchos, que se habían pasado de listos, y que sentados en los escaños y en los salones de plenos y en los consejos de administración daba tanto miedo como los tontos que se sentaban a su lado.

Por aquellas fechas los palos del sombrajo empezaron a caerse no sólo en cada cuarto de estar y a fin de mes, sino en los telediarios y todo el rato. Se hablaba mucho de Lehman Brothers, que suena a número de circo sin red, y más o menos. De Moody's, que es una marca perfecta para jerseys de los que hacen pelotillas. Y de Standard & Poor's, que viene a ser como Normalito & De pobres, pero en inglés.

Entonces tuve una iluminación. De bajo consumo, pero la tuve: ser rico es de pobres.

Me pareció que los ricos no hacen ni más ni menos que lo que harían los pobres si tuvieran su dinero. Y eso es razón más que suficiente para darle una patada al sistema allí donde nunca luce el sol y crear una sociedad diversa y sin clases. Pero ya. Porque la desigualdad siempre es injusta, pero cuando se da entre gente igual de hortera además es antiestética.

Ha sido ver la foto del rey, sin vergüenza, con el elefante sin vida detrás y el tipo sin mangas al lado, y me he quedado sin habla. Cuánta sangre chunga. Cuánta caspa de siglos. Y qué poca cabeza.

Pero no nos pasemos de optimistas: esto no lo arregla ni una república. Aquí sobran reliquias, pero sobre todo falta educación. Y eso lo desprecia y lo recorta cualquiera sin armiño.

1/4/12

Por una Ley de Opacidad

Tener muy grandes los motivos obliga a hacer gala de una exquisita educación. Sin ese barniz, puede uno pasar por descortés. O parecer un estampado.

Así que intentaré mantener las formas.

Ahora que por fin tenemos una Ley de Transparencia me doy cuenta de que sería mejor una ley de Opacidad. Y no lo pienso por pensar. Tengo mis motivos.

En alguna parte de un estante alto de la librería que tengo detrás, Ortega y Gasset habla de la dificultad de ver el cristal cuando miramos un paisaje a través de una ventana. Se conoce que en su casa alguien que no era él limpiaba los cristales, y eso le dejaba a Ortega mucho tiempo libre para pensar en la razón vital, montar en descapotable y mirar paisajes. Me alegro mucho por él, la verdad. Y entiendo que superara el dilema racionalismo-relativismo con un pitillo en la mano. Pero me alegro más por mí, porque gracias a la metáfora del cristal lo veo todo más claro.

Tengo las orejas doloridas de oír hablar de cosas como la “gestión transparente”. Sé a lo que se refieren. Quieren decir que van a permitir que veamos objetos a través de sus cuerpos. Porque sus cuerpos serán transparentes.

No es que yo tenga un afán especial en verle el cuerpo, por ejemplo, a un subsecretario. Pero sí quiero verle la corporación, y en todo su esplendor o miseria. Porque tan importante como ver la información que maneja un gobierno —que afortunadamente es opaca, y por eso puede ser vista si nadie se empeña en ocultarla— es ver al gobierno gobernando.

Y es que el acto de gobernar es algo muy distinto a sus consecuencias mediatas, y a las ruedas de prensa de los viernes, ese club de la comedia diseñado por un muñeco de ventrílocuo depresivo. Diferente a todas esas cifras y palabras con membrete que hay antes, durante y después de un decreto.

Quiero archivadores transparentes en un Estado opaco con un gobierno opaco. Porque no me basta con ver presupuestos, informes y facturas. Quiero vérselo todo a los que nos gobiernan: los pasillos, las visas, las notas técnicas de los asesores, los sms, las visitas, los e-mails, los menús. Todo.

En cierto modo, lo que se hace siempre es fruto de cómo se ha hecho. Y tengo la certeza de que con esta ley nos seguiremos perdiendo lo más interesante: el making of de una película en la que nos jugamos a diario los derechos, los medios de vida, la autoestima, el medio ambiente y el próximo futuro.

Por eso quiero una Ley de Opacidad. Para ver los cuerpos como veo los objetos. Y, sobre todo, para saber de qué tamaño tiene los motivos cada miembro del gobierno.

Dicho sea sin presunción alguna de que sean malos o cosa parecida. Pero es que todos conocemos a alguien que es buena persona física pero como persona jurídica no vale nada.

También quiero tener lo que hay que tener para pensar en la razón vital mientras limpio los cristales. Pero eso es más relativo.