22/3/12

Yo Robot, tú Chita

Hacer que parezca un accidente es un arte menor cultivado por sicarios de medio pelo y otros autores plebeyos. Hablo de la muerte conjugada en singular, del incendio a medida y otros subgéneros de la literatura de actuario. La expresión más refinada de esa disciplina es patrimonio del poder. Y cuanto más tecnocrática y burocrática es la autoridad, más grandes son sus obras.

En los estados modernos casi todo lo malo parece suceder porque cosas sin rostro ni domicilio habitual, como los mercados, la inflación o el déficit, producen efectos imprevisibles. Todo tiende al qué le vamos a hacer si las cosas son así. Hay terremotos, subidas de tipos de interés, epidemias de gripe, gotas frías, incrementos de la criminalidad, auroras boreales... Lo que manda dios.

Y esa deshumanización del arte de complicarle la vida a la gente, que hasta no hace mucho era ajena a la aspereza asertiva de las explicaciones militares, ahora viste también de camuflaje. Que los ejércitos cambien sus puntos de mira por puntos de vista puede parecer buena noticia, pero no lo es. Igual que no trajo nada bueno que los curas se quitaran la sotana y vistieran de calle, porque desde entonces no los vemos venir de lejos.

El caso es que la armada de Estados Unidos lleva tiempo invirtiendo en el desarrollo de drones (aviones sin tripulación) capaces de operar por sí mismos, sin control humano. Vamos, que no son teledirigidos como los de ahora, sino listos. Muy listos. Hace un par de meses probaron el X-47B cerca de Chesapeake Bay, y da miedo ver cómo despega y aterriza por su cuenta en un portaaviones.

Parece ser que el artilugio sabe tanto que sólo tienes que decirle de qué se trata y él se busca la vida para hacerlo. Y claro, mucha gente partidaria de que cada palo aguante su vela se pregunta cosas. Como Noel Sharkey, un científico experto en robótica citado por el diario Los Angeles Times, que dice: “Las acciones letales deberían tener una cadena de responsabilidad clara. Eso es difícil con un arma robótica. No se puede hacer responsable al robot. Entonces, ¿fue el comandante que lo usó? ¿El político que dio la autorización? ¿El protocolo de compras del ejército? ¿El fabricante, por servir un equipo defectuoso?”.

Vamos, que no queda claro si se le pueden pedir cuentas siquiera al maestro armero. Con lo que hacer mixtos una sede de la ONU o una escuela o un mercado o un bosque tropical se convierte en lo que viene siendo un imponderable, como la fiebre porcina, los tsunamis y el desempleo. Manda huevos.

A mí los imponderables no me parecen ni mal ni bien cuando son cosa de la naturaleza, pero cuando sólo se producen si alguien firma, paga, ordena o cobra, ya no los veo tan imponderables. Y digo yo que no es asunto baladí cuando el azar va de bombas hasta las trancas.

Yo quiero gente que apechugue, interlocutores válidos, cuentas claras. Algo tipo democracia real, aunque sólo sea como punto de partida. Y si puede ser —que puede—, sin armas.

Pero la cosa no pinta bien. En los últimos cinco años España ha triplicado sus beneficios por la venta de armamento. El mercado mundial de inventos para hacer daño ha crecido un 24% en el mismo periodo. Las cosas públicas suceden cada vez más porque ocurren o sobrevienen. Y sobrevenir rima con sobrevivir, que es el infinitivo del nuevo estado del malestar.

Así las cosas, votar a gente con querencia a los cargos, los asesores, los coches oficiales, las pistolas, los secretos y los imponderables —ya sea en urnas de Luisiana, de Andalucía o de Asturias— da pereza.

14/3/12

El queso stilton y los albores del individualismo

Yo nunca doy consejos. Los presto, y espero que me los devuelvan. Considero que en este ámbito se invierten los polos de la entrega personal: dar consejos es egoísta, prestarlos es generoso.

Si a los buenos amigos les gusta decirte en algún momento que estás cometiendo un error, ¿por qué negarles esa pequeña satisfacción? Cuando les prestas un consejo sincero, les estás dando la oportunidad de devolvértelo. Es un regalo discreto y cordial. Por eso yo hago todo lo posible por decirle a mis amigos que están cometiendo un error al menos una vez al año, y aprovecho cualquier ocasión para cometer yo alguno que les dé pie a decirme lo que piensan de mí.

A veces la respuesta se hace esperar. Y es que los consejos se parecen a los libros: rara vez regresan, son pasos a dos que se bailan a solas y, cuando son buenos, provocan un placer doloroso en algún punto de la frontera entre la inteligencia y la pasión.

Mary Shelley le prestó a Lord Byron un consejo durante el largo, frío y lluvioso verano de 1816 en Villa Diodati, junto al lago de Ginebra. Al parecer, contra todo pronóstico, el poeta se lo devolvió de inmediato, y tales gestos de amistad dieron como resultado una revuelta en Macedonia y una novela.

El asunto requiere una puesta en antecedentes.

Lord Byron ventoseaba mucho. Para algunos autores, esta es la causa de su extremo compromiso personal con los ideales románticos. Para otros, el efecto de la virtual carencia de un programa creativo verdaderamente acorde con su tiempo, con su desorden amoroso y con su rechazo de la lactosa. Lo cierto es que se tiró pedos incluso en Atenas.

En una carta sin firma ni encabezamiento atribuida a Mary Shelley, la autora de El Moderno Prometeo describe los cuescos del genial poeta con mano maestra:

“Silentes a veces, notorios al atardecer, siempre mefíticos. Con una base de col fermentada y un desarrollo insidioso dominado por las referencias sepulcrales, los cueros ajados y los desastres mineros en distantes provincias orientales. Una inefable nota de salida, con la turbadora violencia del azufre y la perseverancia hipócrita de una gota de semen sobre el terciopelo de un libro de horas. Insoportablemente humanos. Personales. Horribles.”

Asumiendo que la autora de estas líneas fuera realmente Mary Shelley, es evidente que el meteorismo de Byron despertaba en ella emociones mucho más intensas que su poesía, a la que nunca dedicó comentarios de nervio equiparable.

Al parecer, el mal tiempo mantuvo encerrados en casa durante días a Byron, Polidori —el secretario y médico de éste—, los Shelley, Claire —hermana de Mary— y Matthew Lewis. Byron había recibido de Inglaterra un queso stilton curado, y se había entregado a él con febril voracidad. Una noche, sentados todos junto al fuego y en acalorada controversia sobre si Erasmus Darwin y Galvani habían animado o no materia muerta, el aire empezó a tornarse irrespirable. Había una tormenta fuera y otra dentro. Byron, sin dejar entrever la menor indisposición, llevaba horas ventoseando como una fuerza de la naturaleza. Y retando a los presentes a un certamen de relatos de terror. Por fin, Mary le dijo: “No deberías comer queso”. Y esas pocas palabras cambiaron el rumbo de la literatura fantástica.

Byron contestó: “Si todo lo que te sugiere la imagen de un hombre devolviendo la vida a un cadáver gracias a la electricidad es un comentario sobre el queso, deberías olvidarte del concurso y seguir anotando recetas en tu diario”.

“Gilipollas”, dijo Mary, y se retiró a sus aposentos a odiar a los hombres y a tener pesadillas. Aquella noche soñó con la extraña aventura de Víctor Frankestein. Y terminó la escritura de su primera versión un año después. Se dice pronto, pero creó un mito moderno.

Polidori cayó en un silencio tan prolongado que tuvo tiempo de escribir Ernestus Berchtold o el moderno Edipo. Lewis, Claire y la condesa se pusieron a hablar de Jamaica con pañuelos perfumados en la nariz. Byron nunca escribió su historia de terror, pero tampoco dejó de comer queso. Y Percy Shelley murió ahogado. Cada uno a su bola.

En fin: dejo sin aclarar lo de la revuelta en Macedonia para que algún amigo pueda aconsejarme que ate todos los cabos antes de publicar una tontería así. Cuesta tan poco hacer felices a los demás...

3/3/12

Karma letal

Hay muchas personas que, cuando les señalas una estrella con el dedo, te huelen el culo para saber qué eres: hombre o mujer, de derechas o de izquierdas, catalán o madrileño, heterosexual o gay, rico o pobre, blanco o negro. Qué cruz.

Prefiero mil veces a los imbéciles, que miran el dedo, y punto. No sé si la naturaleza es sabia, pero está claro que tiene mucha experiencia. Quizá por eso obliga a los que tienen un sistema nervioso escueto a elegir entre descubrir la insondable belleza del universo y controlar su esfínter. Es la grandeza de lo vegetativo. La diferencia entre Montaigne y la baba. Lo que tiene que ser.

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais si no fuera porque suceden a diario y salen hasta en Yahoo: ejecutar hipotecas en llamas más allá de la dación; he visto Chollos-B brillar en la oscuridad cerca de la huerta de Valencia. Todo ese cemento no se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de actuar.

Pero sucede que si viajas en burro, no puedes esperar que el GPS te dé mucha conversación, y ahora no es tiempo de silencio. Para arreglar las cosas hay que apearse del burro. Ahora. Y me explico:

Nos están estafando, robando, maltratando, despreciando, ignorando, prohibiendo, devaluando, entristeciendo, matando; nos están amargando la vida con la precisión de un neurocirujano y la desfachatez de un soplagaitas; y nosotros, la mayoría, la gente —los que no somos banqueros ni magnates ni príncipes de la iglesia ni nada— seguimos engolfados con la pequeña diferencia, el tanteo de marcador y el miedo a ser equivalentes.

Este sistema moribundo, que como buen malo está rabioso, nos agrega como receptores de mentiras, como consumidores, votantes y contribuyentes, y nos disgrega como pueblo, porque así la soberanía no sabe donde residir y se rinde a los encantos de ese hotel de cuatro estrellas con olor a bajante que es el poder establecido.

Cuando las personas que se sientan a firmar papeles con una bandera detrás dicen que hay que acrecer la productividad, tienen razón. La cuestión es qué producir. Yo creo que tenemos que producir más unión entre nosotros, el estado llano, con menos gasto de etiqueta, costumbre y prevención. Hay que poner el horizonte enemigo allí donde van a parar los euros y las ilusiones que nos faltan. Y dejarse de pamemas.

A estas alturas de la historia, tengo más en común con un bancario de derechas que con un banquero de izquierdas, porque aquél y yo nos estamos yendo por el mismo sumidero. Y estoy más dispuesto a que me partan una ceja defendiendo el sueño de un mundo steineriano —en el que la Libertad rija la educación y la cultura, la Igualdad presida la justicia y la Fraternidad cimiente la economía— que a plantearme si puedo ser compañero de viaje de una monja. Puedo serlo, y bueno, si entre los dos paramos un desahucio. Y si viajamos en algo que, siendo sostenible, se mueva más aprisa que un buen burro.

No creo ser un instrumento del karma, que es una cosa cósmica muy personal de cada uno, pero a ratos se me llena la mano de leches con nombre propio. Sobre todo cuando me cuentan patrañas poniendo cara de sabio, metiéndome una mano en el bolsillo y tapándome la boca con la otra. Eso lo llevo mal, como casi todo el mundo, y de eso se trata: o nos unimos en base a esas indignaciones y criterios compartidos, o nosotros sí que nos perderemos en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Cuando un sabio señala una mierda con el dedo los imbéciles miran la mierda. Y los islandeses el dedo. Viva Islandia.