Yo nunca doy consejos. Los presto, y espero que me los devuelvan. Considero que en este ámbito se invierten los polos de la entrega personal: dar consejos es egoísta, prestarlos es generoso.
Si a los buenos amigos les gusta decirte en algún momento que estás cometiendo un error, ¿por qué negarles esa pequeña satisfacción? Cuando les prestas un consejo sincero, les estás dando la oportunidad de devolvértelo. Es un regalo discreto y cordial. Por eso yo hago todo lo posible por decirle a mis amigos que están cometiendo un error al menos una vez al año, y aprovecho cualquier ocasión para cometer yo alguno que les dé pie a decirme lo que piensan de mí.
A veces la respuesta se hace esperar. Y es que los consejos se parecen a los libros: rara vez regresan, son pasos a dos que se bailan a solas y, cuando son buenos, provocan un placer doloroso en algún punto de la frontera entre la inteligencia y la pasión.
Mary Shelley le prestó a Lord Byron un consejo durante el largo, frío y lluvioso verano de 1816 en Villa Diodati, junto al lago de Ginebra. Al parecer, contra todo pronóstico, el poeta se lo devolvió de inmediato, y tales gestos de amistad dieron como resultado una revuelta en Macedonia y una novela.
El asunto requiere una puesta en antecedentes.
Lord Byron ventoseaba mucho. Para algunos autores, esta es la causa de su extremo compromiso personal con los ideales románticos. Para otros, el efecto de la virtual carencia de un programa creativo verdaderamente acorde con su tiempo, con su desorden amoroso y con su rechazo de la lactosa. Lo cierto es que se tiró pedos incluso en Atenas.
En una carta sin firma ni encabezamiento atribuida a Mary Shelley, la autora de El Moderno Prometeo describe los cuescos del genial poeta con mano maestra:
“Silentes a veces, notorios al atardecer, siempre mefíticos. Con una base de col fermentada y un desarrollo insidioso dominado por las referencias sepulcrales, los cueros ajados y los desastres mineros en distantes provincias orientales. Una inefable nota de salida, con la turbadora violencia del azufre y la perseverancia hipócrita de una gota de semen sobre el terciopelo de un libro de horas. Insoportablemente humanos. Personales. Horribles.”
Asumiendo que la autora de estas líneas fuera realmente Mary Shelley, es evidente que el meteorismo de Byron despertaba en ella emociones mucho más intensas que su poesía, a la que nunca dedicó comentarios de nervio equiparable.
Al parecer, el mal tiempo mantuvo encerrados en casa durante días a Byron, Polidori —el secretario y médico de éste—, los Shelley, Claire —hermana de Mary— y Matthew Lewis. Byron había recibido de Inglaterra un queso stilton curado, y se había entregado a él con febril voracidad. Una noche, sentados todos junto al fuego y en acalorada controversia sobre si Erasmus Darwin y Galvani habían animado o no materia muerta, el aire empezó a tornarse irrespirable. Había una tormenta fuera y otra dentro. Byron, sin dejar entrever la menor indisposición, llevaba horas ventoseando como una fuerza de la naturaleza. Y retando a los presentes a un certamen de relatos de terror. Por fin, Mary le dijo: “No deberías comer queso”. Y esas pocas palabras cambiaron el rumbo de la literatura fantástica.
Byron contestó: “Si todo lo que te sugiere la imagen de un hombre devolviendo la vida a un cadáver gracias a la electricidad es un comentario sobre el queso, deberías olvidarte del concurso y seguir anotando recetas en tu diario”.
“Gilipollas”, dijo Mary, y se retiró a sus aposentos a odiar a los hombres y a tener pesadillas. Aquella noche soñó con la extraña aventura de Víctor Frankestein. Y terminó la escritura de su primera versión un año después. Se dice pronto, pero creó un mito moderno.
Polidori cayó en un silencio tan prolongado que tuvo tiempo de escribir Ernestus Berchtold o el moderno Edipo. Lewis, Claire y la condesa se pusieron a hablar de Jamaica con pañuelos perfumados en la nariz. Byron nunca escribió su historia de terror, pero tampoco dejó de comer queso. Y Percy Shelley murió ahogado. Cada uno a su bola.
En fin: dejo sin aclarar lo de la revuelta en Macedonia para que algún amigo pueda aconsejarme que ate todos los cabos antes de publicar una tontería así. Cuesta tan poco hacer felices a los demás...
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