31/5/20

Juego de pronos

Se dice poco «decúbito prono». Con la de vidas que está ayudando a salvar en las ucis y para el gusto que da decirlo, quiero decir. Y qué decir de «decúbito supino», que dicen que se dice igual de poco, a pesar de rimar con lechuguino, gobelino, concertino y marrasquino, que ya es decir.
Dejando a un lado el decúbito, lo cierto es que casi nadie que no lleve zuecos, sepa poner inyecciones y reciba aplausos por las tardes dice «prono». Es una pena muy grande, porque prono quiere decir «muy inclinado a algo», y esa condición, además de ser un índice de vitalidad para los idólatras del emprendimiento y una fuente de dolor tanto para los seguidores de Buda como para los tenistas que quieren mejorar su servicio, es pura médula antropológica. Ahora, por ejemplo, estoy yo prono a escribir sobre inclinaciones, y me voy a dar ese gusto.
Nos guste o no, todos propendemos. Yo propendo, tu propendes, ella propende. Ya sea al enamoramiento, a la pereza, a poner banderillas o a los colores claros, todos nos inclinamos a cosas. Y la vida moral consiste en gestionar el propender: en decidir si queremos o debemos propender a unas cosas o a otras y en dejarnos ir o contenernos cada vez que nos sentimos pronos. A su vez, el contrato social se basa en marcos de licitud para orientar, armonizar y juzgar la gestión individual y colectiva de las inclinaciones de manera que convivir sea llevadero. Por ejemplo: el contrato social facilita que dos vecinos coincidan en el portal asumiendo implícitamente que ninguno va a intentar comerse al otro, aun en el caso de que anden escasos de proteínas porque el precio del alquiler es incompatible con la vida. Al menos, así era antes de que los inquilinos de la verdad y lo público fueran desahuciados sin alternativa convivencial, a golpe de paparrucha, martingala ylaissez faire, por gente con muy mal fondo que propende a limitar la movilidad social para no cruzarse en el portal de la vida con nadie que limpie su propio baño.
Lo chocante es ver exigiendo libertad de movimientos a gente que detesta la movilidad social. El efímero nacionalcacerolismo, que ha durado lo que han tardado en abrir terrazas en el barrio de Salamanca, ha teatralizado esa contradicción, que es la nuez oculta tras tanto ruido. Los cerebros en avanzado estado de momificación de sus partidarios ven la sociedad como una pirámide: arriba, en el ápice revestido de electro, está la clase alta, con sus botellas de Salon Blanc de Blancs Le Mesnil-sur-Oger de 2002 y sus sicavs; debajo, la media alta, con sus jerséis de cachemira en los hombros y sus terceras residencias; y ya en lo gordo del edificio, camino del suelo lleno de mascarillas pisadas, la media mierda y la mierda baja. Los más cayetanos creen sinceramente que existen los aristós —los mejores—, y que el resto come mortadela de aceitunas porque la cabeza y el gusto no le da para más. Ni sermones de la montaña ni guillotinas ni declaraciones universales han servido para hacerles ver que no se es mejor por el apellido o las escrituras de propiedad, sino por la areté —la virtud y la excelencia—, que tiene la misma raíz que aristós y aristocracia, pero es mucho mejor, dónde va a parar. Y nunca aprenderán que los derechos no van asociados a ser mejor, sino a ser.
Siempre habrá ciudadanos proclives a tener más fincas en Extremadura que prójimos y más bolsos de Loewe que libros de bolsillo. Y gente que en el fondo aspira a ser como ellos aunque viva en el semisótano de la pirámide, ignorando que defiende un mundo en el que su cacerola siempre será del chino. A todos les espanta por igual que el contrato social establezca derechos y obligaciones de marca blanca y precio popular. En el juego de pronos se inclinan por los derechos de marca buena, que se llaman privilegios y son hereditarios, porque están hechos con la mejor piel de pobre y, si los cuidas, mejoran con el tiempo. 
Si queremos impedir que lo público se vuelva a servir mañana como aperitivo en una terraza de Serrano, habrá que abandonar el decúbito —esa horizontalidad de sofá sobrevenida por el confinamiento— y poner en cuarentena moral a los defensores del cortijo y del contrato social por horas. Cuando acabe el estado de alarma sanitaria empezará el estado de alerta política, porque la voracidad del capital es la obsolescencia programada de los derechos, y algunas cacerolas, más que a menaje, suenan a «viva la muerte».
Casi todas las pirámides ocultan tumbas. 

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