Miedo me dan esas personas que nunca son
muy, que todo lo encuentran bastante, que nuncan pasan de casi.
Especialmente si usan diminutivos acabados en e.
Me pregunto qué fueron en sus vidas
anteriores: ¿bufanda gris, infusión de manzanilla, figurita de
Lladró? ¿Qué han hecho con su karma para estar tan flojos? ¿Están
vivos o se están viviendo encima? Y, sobre todo: ¿van a votar
opciones moderadas?
No digo yo que sea imprescindible haber
sido faraón o Marie Curie. Una regresión hipnótica te puede quedar
supermona con haber sido campesino búlgaro bajo el dominio otomano,
o corista en el Teatro Chino de
Manolita Chen. Yo, sin ir más lejos, fui mosca y ministro de Franco,
aunque no simultáneamente. Pero, atención, hay que esforzarse un
poco ahora para que la vida quede curiosa luego, cuando la recuerde
otro. Y eso pasa por ser a veces contundente, exagerado o excesivo.
No hay nada malo en ello; exacerbar de vez en cuando es saludable. Y
se
puede hacer mucho bien a la humanidad siendo gallardo, tajante y
lenguaraz, profiriendo juicios procaces, abismándose en la efusión
emotiva o en la sobreactuación trágica, haciendo el payaso o
magnificando un comino.
Pero
no. El mundo moderno —la vieja Europa y las viejas nuevas
europas— es tan cursi como cruel. El estólido batiburrillo de
máximas de Krishnamurty, fotos de postres, suicidios por desahucio,
adorables gatitos, naufragios ignominiosos y outlets
de marca que asola los mentideros digitales es mal signo. Es vida al
tuntún. Óptimo sustrato para la proliferación de lo mediano.
Perfecta puesta en escena para la decadencia de un mundo en el que
decir crimen y culete en una misma frase con faltas de concordancia
ha llegado a ser normal.
Se
muere el padre de un amigo y pones un me
gusta.
Oyes decir “resultó bastante ileso” y ni te ríes.
Te sodomizan sin preguntar y lo encuentras un poco fuerte.
Porque todo es tan como si que qué más da.
Puede que una vez más nos estemos
volviendo idiotas.
La otra noche, aprovechando un corte
publicitario, fui a la cocina a tomarme una pastilla que tomo para
que me guste Facebook, y, tabique por medio, creí oír en un anuncio
algo distinto. Por fin algo rudo, sin poquedumbre ni medias tintas.
Una frase acerada, con navaja en la liga, de las que se mastican
mirando a los ojos sin parpadear, a lo Callahan, o más bien a lo
Carmina: “Te voy a dar una leche que se te va a fijar el calcio en
los huesos”.
Por un momento me flaqueó el sentimiento
trágico de la vida. Me sentí reconciliado con la cultura popular y
abrigué la esperanza de ver mear fuera del tiesto al hombre nuevo.
Por un instante recuperé la fe en la capacidad regenerativa de la
especie.
Pero no. Tampoco. Lo había entendido
mal. El anuncio dice algo normalito sobre una leche de esas
enriquecida con tantas cosas que apenas lleva leche. Una frase tan
corriente que ni siquiera es muy mediocre. Una frase bastante casi.
Así que nada, no hay esperanza.
Es un poco terrible.
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