4/9/12

Hagamos cosas malas

Nosotros, el pueblo, somos posibilistas y sanchicos, porque una cebolla alimenta más que una corona de laurel y no podemos costearnos una epopeya más que en ocasiones señaladas.

Por eso las causas perdidas, con su tufo a ciega obstinación, son tan del gusto de la épica popular, más dada al monosílabo que al silogismo y más afín a la sangre que a la tinta. Es natural que quien siempre pierde encuentre un modo de enaltecer la derrota.

Curiosamente, también la retórica cortesana, más proclive al circunloquio que al aserto y más amiga de la cifra que de los hechos, se aferra a las causas perdidas cuando le huele el culo a pólvora. Será porque todos somos nietos de la misma mona.

Pero la Gran Estafa ha dado a luz un género insólito, de inconfundible estilo europeo. Consiste en ser abogado de los efectos perdidos. Y es lo más.

Basta negar las causas, pasar por alto las evidencias, esgrimir unas tijeras y —esto es lo más importante— presentar las metas como logros, para estar en condiciones de presidir gobiernos y bancos centrales.

Aristóteles —ese ikea de los conceptos nacido en la próspera Grecia— sufriría un ictus si tuviera noticia de este discurso dominante, lleno de causas sin efecto y efectos sin causa. Nos quejábamos de que no se ponía dinero para aplicar la Ley de Dependencia y resulta que la Ley de Causa y Efecto lleva dos mil trescientos años sin presupuesto.

Esa gente tiene menos gusto que vergüenza. El nuevo arte de los efectos perdidos requiere tanta ciega obstinación como las causas perdidas, pero no produce leyendas ni otras cosas estéticas y gratuitas para disfrute de todos, sino rentas para un puñado de malos y de tontos a los que les gustan las cosas malas, como por ejemplo los bancos malos.

Y digo yo que si el banco malo es una solución tan buena para el sindiós de los balances, el plan servirá para más cosas. Cosas malas en general.

Por ejemplo, se podría montar en todas las capitales de provincia un restaurante malo donde vayan a parar todas las comidas chungas: ensaladillas con salmonela, sopas con mosca, boquerones con anisakis y demás. Todo muy barato, eso sí.

También se podría trasladar a un hospital malo a todos los cirujanos con tendencia a dejarse el tabaco entre las vísceras del paciente, a los anestesistas mengueles y a los enfermeros con hepatitis B. Allí podrían ir a parar también los medicamentos caducados y los sistemas de aire acondicionado con legionela.

Y, ya puestos, un partido malo. Es fácil: sacamos de todos los partidos de ahora a los necios, los corruptos, los mentirosos, los trepas y los ignorantes, y los juntamos en el partido malo. Y si el partido malo gana las elecciones —que viendo con qué soltura volvemos a votar a gente que hace aeropuertos peatonales y colecciona billetes pequeños, es más que posible—, que forme un gobierno malo en un país malo. En ese país malo podemos poner cosas como las curvas peligrosas, los vertidos tóxicos, las bombas, el senado y la bollería industrial. Y así.

De momento, todo apunta a que vamos a tener un euro malo. Y como no lo acepten en el restaurante malo, habrá que gastárselo en una epopeya, con acampadas, asambleas, barricadas, ocupaciones, cortes constituyentes y lo que haga falta.

Si lo hacemos bien, esta vez no será una causa perdida, sino un efecto encontrado, porque es lo que tiene el pueblo, que cuando lo buscas te lo acabas encontrando.

Viva la Pepa.

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