Uno de los primeros embelesos sexuales de los que guardo memoria fue inducido en mí por la foto en blanco y negro de una hawaiana bailando, con su falda de fibras vegetales y su corona y sus collares de flores. Y su ombligo.
Yo debía de tener tres años, y topé con aquella imagen en una portada del ABC. Qué fuerte. Miré tanto aquella foto que dejé gofrado el papel. Y sospecho que si aprendí a leer poco después fue para saber más sobre hawaianas y cosas por el estilo. En cierto modo, sigo ahí, y mi interés por la prensa continúa vivo.
Me recuerdo leyendo los titulares del ABC como filas de letras sueltas, sentado encima de mi padre, mientras él leía lo que había decidido hacer con sus derechos un señor con uniforme. Me recuerdo años después viendo a mi madre sacar unos boquerones dalinianos de un cucurucho gris envuelto en dos hojas mojadas del diario Informaciones, que era más grande que el ABC, vespertino, sin grapas y como más moderno. Yo entonces no sabía que, además de estar lleno de pescado, aquel periódico estaba lleno de futuros periodistas de El País. En realidad no lo sabía nadie todavía, aunque algunos de los que escribían allí ya se lo debían de estar notando en las palabras y en las viñetas.
Los periódicos de entonces servían para muchas cosas. Cosas como cubrir el suelo cuando se pintaba, envolver los arenques antes de despanzurrarlos entre la puerta y la jamba, forrar cajas, decir cosas valientes, hacer patrones de blusas y no coger frío en la vespa. En algunos aspectos, lo que tenía el átomo no lo tiene el byte.
Ahora la prensa es otra cosa. Todo ha dado tantos tumbos que los periodistas se preguntan qué es una noticia, qué es un periodista, qué es un sueldo, qué es qué. Algunos, los menos, hasta se preguntan qué es una hawaiana. Y no pocos se devanan los sesos intentando envolver sardinas con páginas web, por si acaso.
Pero los lectores también hemos cambiado. No sé si hemos madurado o nos estamos poniendo pochos, pero la vida se ha vuelto tan rara que a veces lloramos con el humor gráfico y nos reímos con las páginas salmón. Es una risa nerviosa, creo yo, porque no relaja. Además ya no pagamos con la misma alegría de antes, ni mucho menos. Y si no pagamos por los periódicos de papel, que pueden servir para tantas cosas cuando achucha el devenir, mucho menos por la cosa digital. Como todo está lleno de noticias gratis y de otras cosas que sólo parecen noticias pero también salen gratis, y como muchos de los que estaríamos encantados de pagar por un buen contenido original tenemos la vista cansada de tanto leer en lo pequeño de las etiquetas a cuánto va el kilo de mortadela y a cuánto el de chóped —cosa que hacemos no tanto por el gusto de comparar como por un afán innato de supervivencia—, resulta que muchos periodistas, cuando ven una belleza polinesia no sienten nada sexual, sino algo así como hambre. Rollo Carpanta.
No es que no haya dinero. Quien dice tal cosa miente o se engaña. El dinero abunda, pero cada vez hace más grumos y no emulsiona. Se queda pegado en las cucharas de los que remueven el asunto. En cualquier caso, el resultado es igual: cuando no tienes dinero para comprar el periódico se te quitan las ganas de hacer clic en los anuncios, y como la publicidad no funciona el anunciante se retira y las cuentas no salen. A la publicidad, que es la sonrisa helada de un capitalismo en fase terminal, le queda un telediario. Y los negocios que basaban sus beneficios en ella, como buena parte de la prensa, no volverán a funcionar.
Toda una manera de entender el negocio de la información se está yendo por el sumidero de la historia junto con la clase media, que fue su ecosistema. Puede que el futuro esté en ver la información, a la par que tantas otras actividades humanas, como un modo y un medio de vida, no como un negocio. Suena a pequeño y slow, a modesto, a calidad; pero también a difícil. Es lo que tienen los cambios de paradigma. ¿O vamos a seguir suspirando por el crecimiento, la centralización y las estructuras de poder como si las ganas de leer y los boquerones fueran infinitos?
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