La unidad es una hermosura, porque gracias a
ella reconocemos a cada ser como lo que es. Pensemos en Dios, por
ejemplo. O, mejor aún, pensemos en un bocadillo de jamón. Sabemos
que un bocadillo de jamón es un bocadillo de jamón por la íntima
unidad de la loncha y las dos rebanadas que la envuelven. El jamón o
el trozo de pan no son el bocadillo cuando andan solos por el mundo
en su ruda libertad. Es verdad que aunque el pan no contenga nada, si
está cortado a lo largo y en paralelo a la base de la barra, puede
sugerirnos la idea de un bocadillo futuro o pretérito, pero el mapa
no es el territorio: en tal caso no estaremos ante un bocadillo de
jamón, sino ante el albur de una promesa o el vestigio de una
profanación hipocalórica. Por su parte, el jamón solo nunca es un
bocadillo; aunque sí una maravilla, todo hay que decirlo.
Sí, la unidad es chupi porque nos permite
distinguir un bocadillo de jamón de Dios, o un berberecho de un
partido comunista. Pero la indudable chupidad de la unidad no debe
eclipsar el valor de la decena y el de la centena. Un berberecho está
bien, pero diez están mejor. Y lo más interesante es que todo
bivalvo es un bivalvo a pesar de que no hay dos bivalvos iguales. Eso
lo hace la unidad. Pero en ocasiones unidad suena a callado estás
más guapo, no queremos saber qué clase de berberecho eres tú. Es
paradójico, porque en este mundo corpóreo, dile universo, dile
Cuenca, la unidad requiere varios elementos cooperando para ser algo
parecido a un ser. Como poco, dos. Y es difícil cooperar cuando no
quieren saber que tú, mientras cumples disciplinadamente con las
leyes de la física, de la evolución o de las urnas, sigues opinando
que al pan del bocadillo habría que ponerle tomate. Una cosa es el
acatamiento y otra la lobotomía. Una cosa es remar a compás y otra
fingir orgasmos al ritmo que marque el cómitre.
Cuando se trata de grupos de personas, y
especialmente de partidos políticos, yo, más que unidad, quiero
cooperación. El pan con sus cosas de pan y el jamón en su papel de
jamón trabajando juntos para convertirse en bocadillo. Esto quiere
decir más juntarse que ser uno, y, sobre todo, significa operar,
estar haciendo más que ser. Porque ser es útil para cosas como
paladear, alcanzar el nirvana, llevar corbata o terminar en una lata
rodeado de otros berberechos, pero la única forma conocida de ganar
unas elecciones es estar, devenir y verse envuelto en el monumental
embuste del samsara.
Con la humildad me pasa algo parecido. No es que
yo quiera ponerle tomate a esa virtud tan cervantina, que aprecio en
lo que vale. Es que, como todos los antiinflamatorios, tiene
contraindicaciones. Vale que el conocimiento de las propias
debilidades y la adecuación de la acción a ellas son indispensables
para la política. Pero lo que tiene la humildad de sumisión y
contención dentro de los límites del propio estado combina con el
liderazgo como el chantillí con los berberechos. Más que humildes,
quiero dirigentes prudentes.
Pero no puedo negar que “unidad, unidad” es
un grito colectivo más eufónico que “juntamiento, juntamiento”
o “cooperación, cooperación”. Ni se me escapa que en la caverna
platónica que albergan muchas orejas izquierdas prudencia rima con
moderación y reformismo. Muy en asonante, pero rima.
Qué le vamos a hacer. Con lo bonito que sería
tener las orejas transversales, tomate listo para quien quiera
ponérselo en el bocadillo y un gobierno del cambio en la Moncloa.